martes, 28 de agosto de 2018

El Páramo de Tlahueliloc


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Para poder llegar al páramo de Tlahueliloc, era necesario manejar por un tramo de terracería y caminar seis kilómetros al este. Si el clima mostraba un rostro benevolente, y no se encharcaban las improvisadas líneas de la carretera, Edgar calculaba que llegaría entrada la tarde a su destino. Tlahueliloc era una comunidad rural abandonada, cercana a un conjunto industrial automotriz quebrado hace más de veinte años, y que, debido a la hostilidad del páramo para hacer crecer cualquier tipo de cultivo y el cierre de la clínica San Simeón, impidió la posibilidad a los pobladores para que tuvieran alguna oportunidad de trabajo.
– Sólo a un loco se le ocurriría ir a Tlahueliloc – decía el doctor Estévez, provocando así las risas de sus residentes de psiquiatría. Al anciano profesor Estévez le fascinaba platicar historias de su experiencia en la clínica San Simeón ya que a ésta le rodeaba un aura de leyenda. Era difícil concebir que en pleno siglo XX hubiera existido un lugar tan lejano y escondido, que sirviera para recluir a personas con enfermedades mentales y, que se tuviera el consentimiento de sus seres queridos, para practicar técnicas experimentales en aquellos dolientes del alma. Se decía que en aquel lugar se mezclaban indigentes esquizofrénicos con hijos de personajes públicos y adinerados que se debían ocultar para evitar la vergüenza y el señalamiento, o por carecer de la osadía para acabar con su sufrimiento. –En verdad era terrible. En ese lugar, fui testigo de las condiciones más inhumanas. Lo de menos era encontrar una mierda y orines en los pasillos; a veces, los pacientes olían a pollo quemado, como si hubieran querido quitarles la locura a fuego lento. Una vez, muy cerca del cuarto 35; no se me olvida, me pareció oler a descomposición y hierro. Cuando me acerqué a verificar, la temible enfermera Domínguez, esposa del director, me dijo que no anduviera de metiche, me tomó del brazo y me sacó de ahí. Yo era un chamaco, apenas un estudiante, así que no hice más preguntas, pero, a la fecha, sigo pensando que ahí había un muerto. –dijo Estévez, con la mirada perdida.
--¿Y por qué, si existía un lugar así, no se metió a la cárcel a los responsables? –preguntó algún curioso. –Porque las personas con mayor poder en el país tenían ahí a sus desquiciadas vergüenzas. Nadie entraba internado a ese lugar con la esperanza de una cura. Todos los que rotamos por ahí, sabíamos que estábamos trabajando con desaparecidos. En la antigüedad, embarcaban sin rumbo a dementes, asesinos y judíos. Pues en San Simeón, la cosa no era muy distinta.
–¿Es cierto que todavía existen los archivos de los experimentos? –preguntó Edgar.
–No lo dudo. El lugar debe estar cayéndose a pedazos, pero cuando lo desalojaron, no se llevaron más que alguna que otra pieza de valor.
Fue en ese instante cuando a Edgar se le ocurrió emprender una aventura. El joven residente de segundo año de psiquiatría contaba con una curiosidad inusual y morbosa por todo aquello que se escapaba a su entendimiento. Tenía de flaco, lo mismo que de obstinado. Durante varias semanas le dio vueltas a la idea de corroborar la existencia de los archivos perdidos de San Simeón, pero no concretaba su deseo por falta de tiempo, hasta que en una clase de Estévez se habló de Maquinita.
–Creo que su nombre real había sido Lara o Laura, pero todos la conocíamos como Maquinita. Decían que de más joven había sido muy guapa. Algo se le podía ver en esos ojos azul aqua; pero por lo demás, era difícil imaginarlo. Era flaca hasta los huesos y un poco jorobada. El pelo crespo, largo, alborotado, con algunas canas. La piel grisácea, las cejas tupidas y despeinadas. Unas ojeras azules que parecían mas bien moretones y le daban una profundidad aterradora a esos ojos que, de tan claros, parecía que tenían cataratas. Los dientes podridos, desgastados y chuecos. Esos dientes fueron los que le dieron el nombre ya que abría y cerraba la mandíbula hasta hacer chocar los dientes varias veces y luego exhalaba, de tal modo que se oía un clac-clac-clac-clac-clac-aaaah, que recordaba el sonido de una máquina de escribir. Lo hacía día y noche. Tenían que sedarla para que pudiera dormir o dejara que los demás descansaran, pero a veces se les olvidaba. No hacía otra cosa. Verla de frente con su clac-clac-clac-clac-aaaah, hacía que se te enchinara la piel porque parecía que lo hacía con una sonrisa macabra.  Una vez escuché que Maquinita había sido escritora, de buena familia. Se casó y tuvo un hijo, pero un día éstos murieron en un incendio y ella, en estado de manía, comenzó a teclear día y noche letras al azar en su máquina hasta que le sangraron los dedos. Se la quitaron y comenzó a hacer el sonido con su boca. Claro que también oí la versión de Marcela, una señora supersticiosa que hacía la limpieza en la clínica, que me dijo que en realidad Lara o Laura le había vendido su alma al diablo a cambio de ser una gran escritora y éste la volvió una máquina de escribir viviente. ¡Esa Marcela y su imaginación! Como haya sido. Por las noches, cuando tocaba la mala de quedarse de guardia, aparte de oír por los pasillos los usuales gritos, lamentos y discursos sin sentido, usuales en la clínica, podía oírse el clac-clac de Maquinita. Una noche, Pedro, el pirómano, no podía dormir y culpó al mismo hedor que yo identifiqué cerca del cuarto 35 y a Maquinita. El cuidador en turno lo dejó salir un rato para que dejara de quejarse, pero no contó con que Pedro lo noquearía y correría a la cocina por unos cerillos y aceite, que después vertió en la puerta del cuarto de maquinita y le prendió fuego. Tardaron más de lo que debían en darse cuenta del incendio y cuando llegaron a extinguirlo, la mujer había muerto. La enfermera Domínguez metió a Pedro al cuarto 35 y no se le volvió a ver.
  Edgar, después de haber oído la historia, encontró su motivación. Pidió tres días de permiso, tomó prestado el Chevy de su hermano, compró una cámara fotográfica, una batería extra para recargar el celular, algo de botana, una linterna y manejó al páramo de Tlahueliloc en busca del archivero de la clínica San Simeón para encontrar así, una prueba de la existencia de estos personajes. El cielo estaba nublado aquella tarde. Después de haber cruzado la terracería, que había desgastado sin duda el motor del auto, caminó al este hacia el páramo. Encontró el pueblo que yacía en un silencio desolador. Extrañó por instantes la compañía de aves o grillos que brindaran algo de hospitalidad en ese lugar. Observó las casas abandonadas con afiches de publicidad antigua cayéndose de algunas paredes. Algunas tejas del quiosco tiradas en el suelo y la casa de Dios cubierta por maleza. Siguió caminando hasta toparse de frente con el edificio de tres plantas que ya había visto en fotografías por internet. “Clnc San Sin” leyó en la entrada del recinto y encontró las letras caídas por el patio de tierra seca. Podía observar, que la puerta había estado sellada en algún momento por el municipio, ya que tenía pegados letreros de “clausurado” con tinta mojada. Sin embargo, estos sellos estaban rotos. Alguien había entrado antes que él. Después de empujar la puerta varias veces, logró entrar. Pudo corroborar que la clínica estaba a punto de caer. La única luz era la que entraba por el ventanal roto de la entrada. Caminó entre polvo y pedazos de cemento y tierra hasta encontrar las escaleras. Encendió la linterna y le provocó algo de inquietud sentir ahí dentro una presencia que lo acompañaba. Él era una persona de razón y batallaba con la idea, convenciéndose a cada paso que el peligro era imaginario. Su objetivo era encontrar una oficina con archivero antes del anochecer ya que el peligro real sería el regreso por aquella carretera sinuosa y descuidada. Escuchó un ruido en el segundo piso y, antes de entrar en pánico, se convenció de que percibiría ruidos en su búsqueda debido al estado del edificio. Cruzó el pasillo de la segunda planta y al fondo observó una pared con manchones de manos y escritos en color café, quizá por el desgaste, que bien podían ser grafitis de sangre. “Puta Domínges” decía al lado de un dibujo que parecía hecho como por un niño de cinco años con forma de mujer desnuda abierta de piernas. Sacó su cámara fotográfica de la mochila y documentó el hallazgo. El sudor había humedecido su playera y por ello percibió con mayor intensidad la sensación helada en esa zona del edificio. Siguió caminando al fondo y encontró un letrero arriba de unas escaleras en donde decía “Oficinas”. Antes de subir, pasó al lado de la famosa habitación 35 y tomó una foto. Olfateó la puerta para ver si aún conservaba el olor que tanto había descrito Estévez, olía a cemento, humedad y tierra, como el resto de las ruinas y decidió entrar. Era un cuarto vació, sin ventanas, con una mesa de exploración metálica y algunos instrumentos de cirugía tirados en el piso. Los vellos en su brazo se alzaron como si se quisieran poner en estado de alarma. Salió del cuarto y vio cómo un pie descalzo subía por las escaleras. Corrió a ellas y no encontró nada. Creía estar alucinando en ese instante. Cuando subió se percató que el piso era de madera y crujía a cada paso. Había tres escritorios, dos máquinas de escribir, papeles tirados en el piso con la tinta borrada por el tiempo. Si no hubiera traído linterna, hubiera sido imposible caminar en ese espacio. Observó una puerta que decía “Dirección”, su objetivo. Al caminar hacia ella, el piso cedió ante el peso, tronó e hizo que Edgar cayera a la segunda planta. Una viga inmensa cayó en sus piernas, inmovilizándolo. Debido a la caída y al trauma en la cabeza, perdió el conocimiento por lo que pareció un instante. Unas gotas en la cara lograron despertarlo. Afuera llovía y ya era de noche. Intentó mover la viga, pero no pudo. Con sumo esfuerzo, logró sacar el celular de su pantalón. No tenía señal y la batería se agotaba. Se tocó el hombro y se dio cuenta que traía puesta la mochila. Se incorporó un poco, adolorido y se la quitó de la espalda. Tenía la boca seca. Sacó una botella de agua y bebió un poco. Miró su pierna derecha, que seguramente estaba rota, atascada bajo la viga y vio sangre. En ningún momento soltó la linterna y pensó que de todo lo perdido, había que agradecer lo ganado. Iluminó la habitación en la que había caído y se dio cuenta que era la misma a la que había entrado previamente; instantes después, en un rincón se encontró con un joven de unos 16 años, descalzo, sentado, abrazando sus propias piernas. –Te caíste. —le dijo. El corazón de Edgar comenzó a latir con fuerza. Soltó un gritó de dolor y miedo. –Ayúdame, por favor--, le respondió con la voz temblorosa. Sabía que no estaba ante la presencia de la lógica, pero al mismo tiempo le apremiaba salir corriendo de ese lugar. –No puedo ayudarte--, contestó el adolescente, que parecía temer casi con la misma intensidad que el residente inmóvil.
–Te lo suplico. Ayúdame a levantar la viga.
--Si te ayudo, Pedro se va a enojar.
--No. No se va a enojar. Llámalo y dile a él también que nos eche una mano.
-- A Pedro no le gusta que lo molesten cuando duerme.
Sintió la presencia de otra persona en el lado opuesto de la habitación y volteó de golpe a iluminarla. Era una señora anciana, despeinada, desdentada y desnuda. Edgar cerró los ojos. No quería ver. Se negaba a creer lo que estaba atestiguando. --¡Mi mamá!, ¡No encuentro a mi mamá! – gritaba la señora. A su lado apareció otra figura. Un hombre de unos 50 años, con las manos en la cabeza y expresión de horror, también descalzo, con una bata blanca, corta. –Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos.--, repetía. Edgar no sabía si preocuparse por el intenso dolor, por las imágenes que veía, por los latidos de su corazón o por la posible pérdida de la razón. El adolescente soltó un grito espontáneo y desapareció junto a los otros dos entes. El residente oyó unos pasos recorriendo el cuarto. Rotó la cabeza a su lado izquierdo y vio unos pies enormes de hombre a su lado. Alzó la mirada y con terror se percató que estaba de pie un hombre alto en bata, calvo y gordo. Éste se agachó hasta quedar cara a cara con Edgar, como si se tratara de una bestia olfateando a su presa. –Yo solo quiero descansar. ¿Por qué me despiertas? – dijo, soltando con cada exhalación una pestilencia vomitiva. Edgar gritó con todas sus fuerzas acompañado por un llanto muy similar al de alguien que ha perdido toda esperanza. El hombre también gritó directo al rostro del residente, hasta que lo hizo callar con su enorme y fría mano. –Escucha. Cállate. Escucha. ¡Shhh! –dijo el hombre y, Edgar, con la boca tapada por la enorme mano y los ojos abiertos e irritados escuchó cómo por la puerta se colaba un clac-clac-clac-clac. Cerró los ojos. Los apretó lo más que pudo. Sabía con exactitud qué significaba ese sonido. –Ahí viene esa loca. —dijo el hombre. –Ahí viene esa loca. Yo no la maté. Yo no la maté. Ella no se muere. Ella no se calla. ¡No se calla nunca!, ¡No se muere!, ¡Aquí nadie se muere! –
Clac-clac-clac-clac-aaaah.
Clac-clac-clac-clac-aaaah.
Clac-clac…
El hombre calvo retiró la mano. Edgar abrió los ojos. Unos ojos azules lo miraban de frente.
  El joven residente había comentado sus planes a Octavio, un compañero de la universidad. Pasados dos días, al haber desaparecido, los padres de Edgar pidieron ayuda para encontrarlo. –Se fue al páramo de Tlahueliloc --, comentó Octavio. Esa misma tarde, los padres emprendieron el viaje, acompañados por los hermanos del joven residente y lo encontraron inconsciente y deshidratado bajo la viga del segundo piso de San Simeón.
  Tres días mas tarde, en el Sanatorio Español, Edgar abrió los ojos. Su madre le acarició la frente. –Aquí estamos, mi amor. Ya todo esta bien. – le dijo, a lo cual, el joven contestó con un interminable: –clac-clac-clac-clac-aaaah.
César Baqueiro

martes, 21 de agosto de 2018

Tornasol


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Esa noche me quedé esperando bajo la lluvia a que pasara un taxi. Mi padre siempre me advirtió que los cigarros que mejor saben son los que se fuman en ese clima y que por ello tenía que cargar siempre con un paraguas. Esa fue una de las tantas enseñanzas que dejé pasar y, empapada, cubierta bajo la luz de los faros, observé cómo se consumía el papel, el tabaco y la fresa encendida; por la lluvia y la humedad de mi rostro al verte partir.
  Por las noches, con unas cuantas copas de vino barato de por medio, me daban ganas de salir a buscarte por la ciudad y corroborar que no estabas en el trabajo, como siempre me decías. No tengo una clara idea de por qué decidía apelar a mi razón embriagada a medias tintas y llegaba a conformarme con esperar a que llegaras o, con suerte, que me quedara dormida en el sofá de la sala, con un cigarro a medio consumir en el cenicero y llegaras a levantarme con tus brazos fuertes y me depositaras en la cama. Pasó unas cuantas veces.    Anhelaba sentirme protegida y acompañada por tu abrazo forzado de medianoche. En ese trayecto a la cama, llegué a sentir la intimidad que tanto anhelaba. Tu aliento también olía a fiesta de mitad de semana sin sentido. Una mezcla de vodka y Delicados que, cuando empezamos a salir hace quince años, me resultaba afrodisiaca y que a últimas fechas solo perpetuaba la idea de tu desapego. Me aferraba a ideas absurdas, como que, en tu oficina, las juntas transcurrían como en los años cincuenta, con una copa en mano, empresarios en trajes obscuros y tirantes que, al terminar de dominar el mundo corporativo, tomaban sus sombreros y gabardinas diciendo frases como: ­­­–Ya no puedo quedarme un segundo más, mi mujer me espera con la cena. –, divinos, en blanco y negro. Mis sueños siempre mezclaron el absurdo y la respuesta digna con una realidad dolorosa y pesada. En tu abrazo de medianoche, mientras te hacías el fuerte y tratabas de no chocar con algún mueble, llegué a acercarme a tu cuello para oler tu loción amaderada. Unas veces la percibía y me servía de consuelo inmediato, otras veces no podía oler nada y culpaba a mi embriaguez, pero otras tantas me llegaba ese olor dulzón y fresco, entre naranja, azucenas y menta y me soltaba a llorar. Siempre fuiste un imbécil cuando lloraba. En lugar de abrazarme con todas tus fuerzas, como esperaba que ocurriera, me separabas, mirabas mi rostro y preguntabas que qué pasaba. Yo que siempre he sido un explosivo con detonador sensible, me apartaba y a tumbos y tropiezos me aproximaba a mi lado de la cama, dándote la espalda, en posición fetal. Tú tan imbécil y yo tan ridícula de pensar por instantes que, en vez de que te fueras al baño a mear, como siempre hacías, en ese instante me voltearas a verte al rostro y de golpe comenzaras a besarme en un frenesí sorpresivo.
  Lourdes, mi amiga de toda la vida, la que parecía odiarte al ser testigo de toda nuestra tragicomedia, me invitó a desayunar un día, y al verme cruda y abotagada, me dijo que le preocupaba que yo estaba bebiendo demasiado, que buscara ayuda. Yo le dije de la manera más insulsa y patética que solo bebía cuando tú te quedabas en tus juntas por la noche. –Hasta parece que eres idiota. Esto ocurre dos o tres veces por semana. – me dijo, mientras yo sorbía mi café con leche y ponía cara de falsa extrañeza. –No es siempre. – le contesté. Ella ordenó la cuenta. Dejó de hablarme unas semanas y cuando le pedí que nos viéramos me dijo que fuera a un grupo de alcohólicos a hablar de mis problemas. Yo accedí, creo que por no perderla a ella también. Basta con que sepas que no te había contado de esto porque realmente me dio una vergüenza atroz percatarme que muchas de las historias que contaron aquella tarde se asemejaban a la mía. Fue ahí cuando decidí que un día te esperaría sobria y te confrontaría, como si en una suerte de eventos acrónicos, mis copas de vino barato hubieran sido las provocadoras de tu distanciamiento.
  Esperé a las 10 acompañada por una infusión de manzana con canela. Esperé a las 11 corroborando media cajetilla de mentolados en el cenicero. Esperé a las 12 con un expreso de la maquina que me regalaste en mi cumpleaños. Esperé a la 1 y mejor decidí beber. Esa noche no me cargaste. Amanecí con una cobija en el sofá.
Fue al día siguiente que recibí la llamada:
– ¿Cristina Valladares?
-–Si, ella habla. ¿Con quién tengo el gusto?
-–Eso no importa. Conozco a su marido. La espero a las 9 en el bar Tornasol, en la esquina de Trípoli y Venecia. Estaré en la barra.
– ¿Va a llevar un clavel blanco para que lo reconozca? No sea ridículo. ¿Qué quiere?
–La espero a las 9. Yo me acercaré a usted. Vaya sobria por favor, en el bar puede pedir el vino barato que guste, es muy importante lo que tengo que decirle.
¿Cómo sabía él que te esperaba nadando en anestesia roja de poca monta?
  El resto de la tarde me la pasé haciendo conjeturas con respecto a la llamada. Algunas, disparatadas, otras que confrontaban mi negación. Llegué a pensar que era el esposo de tu amante y que quería que los desenmascaráramos o proponerme que les pagáramos con la misma moneda. La siguiente hipótesis iba muy de la mano de la primera: un compañero de trabajo despechado que quería mostrarme el sitio donde te veías con tu amante. La tercera idea era que él era tu amante y harto de tus mentiras, movido por la pasión, querría que te confrontáramos en el sitio donde se frecuentaban.  Hasta llegué a pensar que podría ser una intervención organizada por Lourdes. Cuando se me acabaron las ideas, me serví un whiskey para los nervios, solo uno.
  No sé muy bien por qué decidí arreglarme como si me hubieras invitado a salir de copas. El vestido azul entallado, tacones y maquillaje. Todo el show para encontrarme con alguna idea que resolviera mis hipótesis. Tomé una gabardina, mi bolso y pedí un taxi a la dirección que me dijeron. Lo busqué en mi celular, el bar. No quería, pero lo busqué de camino. Bar gay, decía. Bar gay. Una de mis hipótesis era cierta entonces. Me dieron unas ganas inmensas de orinar, me temblaban las piernas, las manos, estaba al borde de un ataque de pánico. Al fin llegué. Por el cristal lleno de gotas grandes de lluvia observé el letrero neón de color morado. Unos chicos fumaban y platicaban frente al enorme señor de traje y auricular en la entrada, bajo el toldo. No sabía si estaban sudados o mojados por la lluvia. Pagué el taxi y corrí con el bolso en la cabeza para no arruinar el show, la ilusión de que me habías invitado por unas copas. Una mujer robusta cateó mi bolso y me permitió el paso. Todo el lugar estaba lleno de luces centelleantes de colores, perfumes adulzados, risas y música vulgar. Yo seguía temblando, como un perro chihuahua con frío y me dirigí a la barra. Le pedí a un chico musculoso y sin camisa que me diera un vino tinto de la casa. Él me sonrió con coquetería y me dijo que todo el vino que había era de la casa. A mi lado, se sentó un joven rubio de ojos azules y nariz afilada. Me vio a los ojos, sonrió y puso sobre la barra un clavel blanco.
–Hola Cristina, soy Paulo, yo te llamé hace rato. –, me dijo con un pronunciado acento español y me saludó con un beso en cada mejilla.
–Lindo detalle el del clavel.
–No sé, me pareció simpático cuando lo mencionaste.
–Perdón que te pregunte esto, pero creo que me va a dar un ataque de pánico: ¿eres el amante de mi esposo?
–Pfff no, que va.
–Bueno, no sé si sentirme más tranquila.
–No mujer, yo no. Si somos casi como hermanas.
-– ¿Tú y yo?
–No hija, tu marido y yo somos casi como hermanas.
–Entonces Julián es gay. ¿Eso querías decirme?
–Si. Bueno no. Eso igual y ya lo sabías. Quería que vieras con quien anda.
–Pues con una foto bastaba. No entiendo por qué quisiste que viniera.
– ¡Joder!, pero que raros son los bugas. Ahora resulta que no te gusta la jiribilla, el drama. ¡Por dios tía! Si eres una borracha de puta madre. Perdona que te lo diga así, pero soy muy directo.
–No no, mejor. Creo que es mejor encontrarme con la realidad de una vez. Bueno, y si son “hermanas”, ¿por qué lo estas evidenciando?
–Porque la Julia…perdón. Porque Julián ya nos tenía hasta la madre a todos con que un día te iba a decir y no se qué pero que no se atrevía porque te la vives en el trago y, perdona, yo respeto, pero no me parece una razón suficiente para seguir en las mentiras hija.
– ¿Dónde está ese hijo de la chingada?
–Ya ya, te entiendo Cristina, tú llora todo lo que quieras que ahora llega la muy puta de tu marido y nos ponemos de frente. Pero llora todo lo que quieras ahora, que tienes que verte dignísima cuando te le plantes de frente y le digas que es un puto de los cojones. Solo no hagas mucho escándalo que quiero estar cerca y el bar mola. Si te pones como una loca nos van a querer sacar.
Dignísima dijo. Vi la copa frente a mí. Sentí el estómago revuelto. Un poco por la noticia, otro tanto por la música.
– ¿Te gusta el vino?, no lo quiero.
– ¡Eso guapa! Que vea lo que perdió, tú en sobria. Y no hija, ese vino mejor dárselo a los críos sin gusto. Preferiría beber drano. A ver, a ver. ¡Tú niñata! Que hoy andas de suerte corazón. Te has ganado una copita. Anda anda. Bien. Ya vete. Bueno, pues si vas a estar muy sobria, mejor bailemos.
–No gracias, preferiría beber drano. ¿Por qué no me lo dijo?
–Pues porque realmente se dio cuenta que le gustaban los tíos ya entrado en años. Muere de la culpa, no te creas. Todo el tiempo se la pasa hablando de lo felices que eran cuando recién se casaron. Que no entiende por qué le gusta tanto la polla…perdona, pero es que yo soy muy directo.
– ¿Es guapo?, el hombre con el que anda. ¿Es guapo?
–Hombre, que a ver. No es tú tampoco, que estas hecha una muñeca. Digamos que es diferente. Aparte, ¿a qué viene tu pregunta?, que da igual. Tiene polla. Tu no. Homosexualidad básica.
–Vamos a bailar.
– ¿No que preferías beber drano?
–No estoy bebiendo nada. Prefiero bailar.
  Bailé. La música mejoró un poco. Paulo brincaba y me abrazaba como si fuéramos amigos de mucho tiempo. Como si la cercanía contigo nos uniera. Sonreí por primera vez en lo que parecía una eternidad. Me sentí liberada. Se que suena ridículo, pero me invadió una extraña euforia por todo el cuerpo. Paulo volteó a la puerta por un instante y me dijo que ya habías llegado. Me abrazó. Me limpió el sudor y me dijo que estuviera tranquila. Yo le di un beso en cada mejilla, le tomé la cara con mis manos y le agradecí, mirándolo a los ojos. Corrí a la puerta cubriéndome el rostro y salí a la calle. Encendí un cigarrillo y te vi de reojo buscando algo de lado a lado. Sentí la lluvia y observé cómo se consumía el papel, el tabaco y la fresa encendida; por la lluvia y la humedad de mi rostro al verte partir.




jueves, 26 de julio de 2018

Tul rosa



–¿Te conté de la vez que encontré a mi madre muerta en la cocina? ­– me dijo, con una naturalidad espectral que removió espacios inusuales en mi cabeza para no caer en la conmoción. Permanecí callado por lo que pareció una eternidad. Quizá fueron dos respiraciones sonoras, dos movimientos leves al volante, otros tres del limpiaparabrisas. –No Carmen, nunca me habías dicho. –
  –Somos un cliché tu y yo. Tú manejas el coche, nervioso, completamente absorto en tus pensamientos, siempre haciendo lo correcto. Yo trato de hacer plática para no enloquecer en el silencio. Es como si gritara para evitar llorar, para evitar abrir la puerta con el auto en movimiento. Te sigo la corriente con la esperanza de que no me dejes en el trabajo y que te sigas derecho hasta el amanecer y me hagas el amor en un motel barato. –
–¿Por qué cambias de tema Carmen? –
–Porque no quiero contarte lo de mi madre y al mismo tiempo quisiera sacarlo para que entendieras por qué estoy tan rota, por qué me quiero tan poco que te sigo la corriente y te deseo a pesar de ser casado; a pesar de saberme loca.
–Quiero que me lo cuentes. Aquí el único roto soy yo. Tú piensas que me muevo con templanza y que preferiría llevarte a tu trabajo en vez de abandonarlo todo y manejar hasta ese motel barato, pero creo que no tienes idea de cómo me sudan las manos tras el volante, me duelen las piernas y quisiera llorar. Quiero saber de tu pasado para entender la tristeza de tus ojos y no atribuirla a mis malas decisiones. – limpié mi rostro con la manga de la sudadera. Ella no volteó a verme. Todo el tiempo con la cabeza recargada en el vidrio, jugando a hacer figuras en el vaho tras la lluvia.
–Yo tenía seis años. Era sábado. Lo sé porque era el día que podía escoger la ropa que usaría. Entre semana llevaba el uniforme y los domingos me ponían un ridículo conjunto blanco para ir a la iglesia. Los sábados yo me vestía de princesa, en una suerte de tul rosa brilloso y hombreras amponas. Después de haberlo pedido hasta el cansancio, mi madre le pidió a los tíos de Houston que me lo compraran para festejar mi cumpleaños y yo nunca me sentí más feliz que en ese instante. Estaba en mi cuarto, peinando a una muñeca como suelen peinar las niñas de seis años, alborotando en vez de resolver. Oía la música proveniente de la consola en el pasillo que reproducía un vinilo de Enrique Guzmán. Quién puso el rang en el rame-rame ding-dang –sonrió mientras tarareaba la canción y secaba una lágrima discreta de su mejilla. –La música paró y yo ya sabía cómo funcionaba el aparato. Así que tiré a la muñeca y caminé al pasillo. Percib un﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e resolver. on para feibil pasillo que reproducinar las niñas de seis años, alborotando en vez de resolver. on para feí un silencio inusual, extraño. Supongo que así es como se escucha el abandono. Caminé a la cocina, buscando a mi mamá. Parecía que no había nadie tras la mesa y mi corazón comenzó a palpitar mucho más fuerte. Quería seguir la lógica y buscarla en su cuarto, pero no pude. La sentía cerca, podía oler su perfume de mandarina y canela. Di dos pasos más y vi su mano con la palma abierta, como en la escena de Blanca Nieves, donde deja caer la manzana envenenada. Corrí hacia ella y ahí estaba. Blanca. Aún tibia. Con la boca abierta. A veces pienso que, si no hubiera estado escuchando el puto disco, la hubiera oído caer al suelo. En fin, ¿cómo podía haberla ayudado? Yo en ese momento no era más que una princesa de seis años.
–¿De qué murió?
–No sé. Su hermana me dijo que de un infarto. Yo sigo creyendo que la mataron.
–¿Quién pudo haber hecho tal cosa?
–Cualquiera. De mi madre saqué lo provocativa, los cascos ligeros, la belleza tradicional y las ganas irrefrenables de buscar problemas. Mi padre la odiaba, los vecinos la deseaban y el amante en turno era un bueno para nada. Bonita educación primaria recibí yo. Mis invaluables primeros recuerdos. En fin Luis, ahora lo sabes. Te acabo de contar del día en que dejé de ser una princesa. La primera justificación de por qué treinta años después soy una mierda sin conciencia. Ahora cuéntame tú.
–¿Qué quieres que te cuente?
–¿En qué momento empezó la fractura que te hizo tomar tan malas decisiones?
–No lo sé.
–No, no es que no lo sepas. Es que estas convencido de que no hay tal fractura en tí. Todo es obra del destino. Un día saliste al bar de la esquina y al día siguiente me tenías empinada en el escritorio de tu oficina.
–Es posible que tú seas la fractura en mi historial.
–Chinga tu madre.
–¡No sé qué quieres que te diga! Deja la manija que vamos a 90, te puedes morir.
–Pues no estaría mal. Bañemos de drama tu puta fractura.
–Lo estas tomando de la peor forma. Yo me refiero a que antes de verte en el bar, jamás pasé por un momento de tanto cambio. Si alguien hubiera querido escribir mi biografía, se habría aburrido. Mis padres siguen vivos, incluso mis abuelos. Mi familia es muy unida, fui a colegios de paga, salíamos de vacaciones dos veces al año a diferentes partes del mundo…
–No Luis. Quiero que me digas cuál fue tu tul rosa.
–No hubo tal. De hecho, para ser honestos, tampoco entiendo por qué tu madre te compró un vestido.
–Porque a diferencia de ti, ella me quería tal y como era. Es por eso que ahora me respeto un poco más. A pesar de estar loca, a pesar de estar rota, me acepto.
–Sabes que no es tan fácil Carmen. Yo no soy…
–No, tú no eres. Tu deseaste a una mujer. Rota. Loca.
–Si, pero estoy casado.
–¿Es eso? ¿estar casado? ¿o el roce de nuestros sexos a obscuras?
–Es eso, es estar casado…todo.
Llegamos al bar. Puse las intermitentes para señalar que iba a estacionarme, pero ella me dijo que no había necesidad y abrió la puerta. –Te dije que éramos un cliché. Me equivoqué. Tú eres un cliché. Yo soy una princesa. – me dijo mientras salía a que la lluvia la limpiara de mí, para siempre.


martes, 27 de febrero de 2018

Hierbabuena



Sade se adueñó de mis caderas con un movimiento pernicioso y prohibido, tan violento quizá, que lo callé como se calla una revolución: de golpe, atentando contra mi propio estado.
Nos conocimos en el colegio. Usábamos la falda tableada gris; que a mis huesos asentaba de un modo asexual y en sus piernas parecía hecha para la provocación. La blusa blanca del uniforme, que sus padres le habían comprado desde segundo de secundaria, en una talla más grande, para que le rindiera, ahora en preparatoria le apretaba en el busto, de abajo casi mostraba el ombligo y era transparente ya de tantas lavadas. Sade tenía el pelo largo, suave, café con tonos dorados. Por las mañanas lo llevaba mojado como salida de una alberca y conforme avanzaba el día, el sol la hacía su amante y la llenaba de reflejos. Para sonreír y mostrar sus dientes blancos, casi derechos, arrugaba la nariz, ladeaba la cabeza a la izquierda y se acomodaba el pelo. Sus ojos no los describo porque cualquier cliché de hermosura, me sabría a deshonrarlos.
Iba a comentar que nos hicimos amigas por casualidad, no sé si sea porque suena bien, como si el lograr que el destino nos reuniera fuera un poquito más poético, pero la realidad es que yo la busqué, me esforcé, hice alarde de todas las dotes histriónicas con las que contaba, le compartí un poco de mi vida resuelta económicamente para que un día deseara mi compañía. Es curioso que estaba a punto de no reconocerlo, cuando en realidad, es de lo mejor que he hecho en mi vida. No recuerdo muy bien de dónde me dijo que era su madre, pero sé que ella me decía “Pachi” porque así se decían entre amigas en su pueblo. Para mí, Pachi era como si me dijera “mi vida”, “mi amor”. Oye Pachi, me decía acostada en mi cama, acariciando su pelo como siempre, yo a un lado: ¿sabes que Roberto me dio un beso el otro día? Lento, como en las novelas. Me supo a chicle de fresa. Su lengua suave acariciaba la mía. Le daba masajitos intensos. Me abrazó. Mis labios y los suyos no querían frenarse. ¿Nunca te han dado un beso?, no seas tonta, no te avergüences Pachi, por eso me caes bien, porque es fácil decírtelo todo. A veces siento que soy una mala influencia. ¡Claro que un día te van a dar unos besos de esos! Vas a sentir hormiguitas por los brazos -- me acariciaba los brazos --, por el cuello -- me acariciaba el cuello --, vas a sentir el aliento de alguien que te desea calentando tu oreja. Así, despacio. ¿Quieres que te enseñe?, no te rías. A mí me hubiera gustado que me enseñaran, mira… tú sabes a hierbabuena. Es diferente. Se siente diferente. No, no raro. Mas suave. No sé. Bonito…tierno.
Sade me tomaba de la mano cuando me llevaba a sus fiestas. Muchas veces la vi besando a los hombres, bebiendo alcohol, fumando cigarrillos mentolados. Cuando se embriagaba se quedaba en mi casa. No quería que su padre la viera en ese estado. Ella se dejaba fluir sintiendo que yo era su cómplice; y por las noches, todo lo que resistí a beber terminaba por tirarme a las sábanas tan solo de oler su vaho mientras dormía. A veces ella lloraba entre sueños y cuando se daba cuenta que yo había sido testigo de sus terrores, me miraba con sus ojos tristes y se permitía sollozar en mi cuello. Nadie me quiere, Pachi. Nadie me va a querer nunca. No seas tonta, yo sé que tú me quieres, pero siento que nadie me va a querer como yo quiero… que linda que me besas. Aún en la madrugada sabes a hierbabuena -- me acariciaba los brazos --, ¿no te da miedo?, ¿no? -- con sus dedos tocó mi sexo por encima de las bragas -- a mí a veces me da un poco de miedo. Mira, estoy nerviosa. Me parece natural -- con sus dedos hizo de lado la tela que estorbaba y siguió tocando --. Tu aliento de hierbabuena me calienta la nariz. ¿No quieres que pare?, ok, si quieres que pare me dices -- me besó --, si quieres que pare me dices…me dices.
Un día llegó entusiasmada, brincando. Fabian le había regalado unas rosas y le había pedido que quería ser su novio. Ella aceptó. Estaba tan contenta. Parecía que por fin era querida como ella lo había pedido.
Los meses pasaron y ella estaba enamorada hasta decir basta. Cada vez se hicieron menos frecuentes las salidas, las veladas en mi casa. Nunca lo reconocí, pero me daba un poco de coraje y quizá por ello me hice novia de Omar. Él me decía que le gustaban mis piernas así: flaquitas.  Sade me cerraba el ojo a distancia, como si fuéramos cómplices y ahora “bien amadas”. El último día de clases llovía. Lo recuerdo porque ella me llevó al patio porque tenía algo muy importante que decirme. No le importó que nos mojáramos. Pachi, estoy embarazada. Ya sé, no digas nada, soy una tonta, pero se siente bien. Se siente como si nunca hubiera estado mejor. A Fabián lo van a correr de su casa si se enteran, y a mí, pues ya sabes. Tiene un tío muy buena onda en Guadalajara. Prometió ayudarnos. Nos vamos mañana por la tarde. No, Pachi, no me sermonees ¿Qué no ves lo feliz que estoy? Todo va a estar bien. No llores amiga. No llores porque me vas a hacer llorar. Un día de estos te llamo y vas a Guadalajara y bautizamos al niño. ¡Seremos comadres!, ya no llores, por favor --me abrazó --.
Me casé con alguien diferente a Omar, tuve dos niñas y un niño, fui maestra, viajé, me engordaron las piernas, mi pelo encanecido y delgado recibió el otoño y jamás recibí su llamada.
A veces, por las noches me despierto y pienso: ¿A qué muerto se le llora cuando no existe un cadáver? Y sollozo, duele en el pecho y dan ganas de quitarse la cabeza a jalones. Dan ganas de gritar en el abrumador silencio que queda ante la nada. Dan ganas de que alguien entienda que Sade existió. Dan ganas de existir sin ella.
César Baqueiro

miércoles, 31 de enero de 2018

Almas de guardar


Cada que Aura salía del baño, después de sus largas y acostumbradas duchas, sentía la mirada católica de su madre y se subía la toalla, con vergüenza.
- Las mujeres que ocupan su tiempo en el baño, haciendo lo que tú haces, solo encuentran hombres que buscan a otras mujeres que pasan mucho tiempo en el baño. - decía Milagros, su madre, mientras ataba su muñeca con un rosario. Aura, en raras ocasiones levantaba el rostro. Su madre le hizo sentir poco digna de mirar la faz invisible de un Dios inquisitivo. No obstante, poco importó su porte tímido, ya que poseía una belleza intranquila para el pueblo donde vivían. Cuando Aura cumplió 18 años, Carlos tocó a la puerta con un ramo de hortensias entre sus manos. Milagros sabía las intenciones del muchacho y azotó la puerta, tirando de golpe las ilusiones del joven y un ramo de flores indignas.
- Ya empezaron los lobos a olfatear la fricción de tus muslos.
- Entonces, ¿no quiere que me case?
- Quiero que te aplaques y me ayudes a limpiar los frijoles.
- No entiendo cómo es que quiere que me tranquilice y manda al remedio lejos de esta casa.
- Aura, a ese tal Carlos le pusieron ese nombre común porque fue criado como hombre común. Solo busca lo que tú puedas darle por las noches y cuando se canse, buscara a otra y en verdad no tienes idea de cómo son las “otras” de este pueblo. Las “otras” que no se casan. Las del monte. Ave María Purísima. - dijo Milagros, persignándose y besando el rosario.
- Mamá, ¿en serio cree usted eso de que son brujas?
- No, no lo creo. Lo sé. Dinorah, la madre de esas ranflas, fue la que le tocó el chichapal a tu papá.
Aura sabía que su padre había tenido un romance con Dinorah, pero nunca había oído nada del chichapal. En la sierra se contaba que cuando una mujer quería llamar a su hombre, bastaba con hervir en una olla de barro (mejor conocida como chichapal), albahaca, laurel, lavanda, jazmín, un mechón de pelo del deseado y sangre de la interesada. Cuando el brebaje comenzara a oler, había que dar golpecitos a la olla de barro con un cucharon de madera, mismos que sirven de llamado para el hombre.
Milagros se empeñaba en culpar a Dinorah porque una noche que su esposo fue a buscarla, se cayó en el monte y murió. A Aura le daba lástima que su madre creyera todo cuento de brujas, leyendas, muertos y la Biblia.
- Carlos es un buen hombre mamá. Va a heredar la tienda de zapatos de su padre y unas tierras de su tío, el maricón.
Si había algo que Milagros amara más que a Jesús, era la seguridad del billete; así que permitió a Carlos visitar a su hija, siempre y cuando prometiera matrimonio y no volver a traer ridículas hortensias a su casa.
Meses más tarde, la hija de la viuda religiosa y el hijo del zapatero se casaron. En la noche de bodas, Aura mostró a Carlos su temperamento y éste lloró de la felicidad. Aura, al fin, se sentía libre de hacer y decir lo que le venía en gana. Así pasaron dos años, hasta que el vicio de la intriga permeó en el matrimonio y comenzaron los cuestionamientos con respecto a la fertilidad de la joven.
- Estas yerma de tanto baño que te diste soltera. Transformaste tu vientre en un parque de diversiones en el desierto.  – comentó Milagros con esa ternura de madre tan característica. A Aura, las opiniones de otros, no le afectaron tanto como la seriedad de Carlos, la cama helada, el florero con hortensias marchitas y las salidas nocturnas de su esposo.
Un domingo, en el mercado, mientras olía nostálgica unas limas, Aura percibió el susurro de Dinorah a su oído: Carlitos se te escapa por las noches al monte porque no les das crías ¿verdad, Aurita?
- Seguramente alguien le anda tocando el chichapal – respondió molesta.
- ¿Mis hijas?, no chula, a mis hijas les gustan los hombres. Sin ofender. Pero si quieres, un día de estos date una vuelta por el monte y te enseño un amarrito.
- ¡Eso es del diablo!
- Regresar a las duchas largas es más del diablo, Aurita.
A la semana, la joven visitó a Dinorah, quien le pidió una imagen y un mechón de pelo de Carlos, un listón, tierra de camposanto y miel.
- Entonces agarras la fotografía y después de echarle la miel, comienzas a atarla con el listón.
- ¿Y luego donde la pongo?
- Donde gustes. En una caja de zapatos, si quieres. Al fin que te sobran.
- Oye Dinorah, ¿y esto es para que regrese?
- Para que regrese es el chichapal.
- Entonces, ¿esto para qué es?
- Para que se aplaque.
- Dinorah, ¿dónde está la caja de zapatos de mi papá?
- ¿Quieres las coordenadas?, no me acuerdo. En alguna parte del monte. ¿Por qué pones esa cara?, a mi edad se luce bien el cinismo. Aparte el idiota de tu padre, era hombre y nunca iba a dejar a la mojigata de tu madre.
- ¿Una vida en una caja de zapatos?, mejor nomas lo dejo y me consigo otro. Fuera de este pueblo que apesta a menjurjes y a incienso.
- Pues ahí como quieras Aurita. ¿Te enojaste por lo de tu papá?
- Ya está muerto. Ya qué. Su ataúd fue una caja de zapatos. Te diría que lo cargarás en tu conciencia, pero las putas no lo lucen tan bien como lucen el cinismo.
-Bruja, puta y todo lo que tú quieras, pero no te las des de santa, Aurita. Aquí estas. Aprendiendo a tocar el chichapal.
Aura regresó a su casa, a sacar una maleta y una caja de zapatos.
Esa tarde Dinorah encontró un marco vacío donde solía estar el hermoso rostro que algún día tuvo, de quinceañera.