martes, 21 de agosto de 2018

Tornasol


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Esa noche me quedé esperando bajo la lluvia a que pasara un taxi. Mi padre siempre me advirtió que los cigarros que mejor saben son los que se fuman en ese clima y que por ello tenía que cargar siempre con un paraguas. Esa fue una de las tantas enseñanzas que dejé pasar y, empapada, cubierta bajo la luz de los faros, observé cómo se consumía el papel, el tabaco y la fresa encendida; por la lluvia y la humedad de mi rostro al verte partir.
  Por las noches, con unas cuantas copas de vino barato de por medio, me daban ganas de salir a buscarte por la ciudad y corroborar que no estabas en el trabajo, como siempre me decías. No tengo una clara idea de por qué decidía apelar a mi razón embriagada a medias tintas y llegaba a conformarme con esperar a que llegaras o, con suerte, que me quedara dormida en el sofá de la sala, con un cigarro a medio consumir en el cenicero y llegaras a levantarme con tus brazos fuertes y me depositaras en la cama. Pasó unas cuantas veces.    Anhelaba sentirme protegida y acompañada por tu abrazo forzado de medianoche. En ese trayecto a la cama, llegué a sentir la intimidad que tanto anhelaba. Tu aliento también olía a fiesta de mitad de semana sin sentido. Una mezcla de vodka y Delicados que, cuando empezamos a salir hace quince años, me resultaba afrodisiaca y que a últimas fechas solo perpetuaba la idea de tu desapego. Me aferraba a ideas absurdas, como que, en tu oficina, las juntas transcurrían como en los años cincuenta, con una copa en mano, empresarios en trajes obscuros y tirantes que, al terminar de dominar el mundo corporativo, tomaban sus sombreros y gabardinas diciendo frases como: ­­­–Ya no puedo quedarme un segundo más, mi mujer me espera con la cena. –, divinos, en blanco y negro. Mis sueños siempre mezclaron el absurdo y la respuesta digna con una realidad dolorosa y pesada. En tu abrazo de medianoche, mientras te hacías el fuerte y tratabas de no chocar con algún mueble, llegué a acercarme a tu cuello para oler tu loción amaderada. Unas veces la percibía y me servía de consuelo inmediato, otras veces no podía oler nada y culpaba a mi embriaguez, pero otras tantas me llegaba ese olor dulzón y fresco, entre naranja, azucenas y menta y me soltaba a llorar. Siempre fuiste un imbécil cuando lloraba. En lugar de abrazarme con todas tus fuerzas, como esperaba que ocurriera, me separabas, mirabas mi rostro y preguntabas que qué pasaba. Yo que siempre he sido un explosivo con detonador sensible, me apartaba y a tumbos y tropiezos me aproximaba a mi lado de la cama, dándote la espalda, en posición fetal. Tú tan imbécil y yo tan ridícula de pensar por instantes que, en vez de que te fueras al baño a mear, como siempre hacías, en ese instante me voltearas a verte al rostro y de golpe comenzaras a besarme en un frenesí sorpresivo.
  Lourdes, mi amiga de toda la vida, la que parecía odiarte al ser testigo de toda nuestra tragicomedia, me invitó a desayunar un día, y al verme cruda y abotagada, me dijo que le preocupaba que yo estaba bebiendo demasiado, que buscara ayuda. Yo le dije de la manera más insulsa y patética que solo bebía cuando tú te quedabas en tus juntas por la noche. –Hasta parece que eres idiota. Esto ocurre dos o tres veces por semana. – me dijo, mientras yo sorbía mi café con leche y ponía cara de falsa extrañeza. –No es siempre. – le contesté. Ella ordenó la cuenta. Dejó de hablarme unas semanas y cuando le pedí que nos viéramos me dijo que fuera a un grupo de alcohólicos a hablar de mis problemas. Yo accedí, creo que por no perderla a ella también. Basta con que sepas que no te había contado de esto porque realmente me dio una vergüenza atroz percatarme que muchas de las historias que contaron aquella tarde se asemejaban a la mía. Fue ahí cuando decidí que un día te esperaría sobria y te confrontaría, como si en una suerte de eventos acrónicos, mis copas de vino barato hubieran sido las provocadoras de tu distanciamiento.
  Esperé a las 10 acompañada por una infusión de manzana con canela. Esperé a las 11 corroborando media cajetilla de mentolados en el cenicero. Esperé a las 12 con un expreso de la maquina que me regalaste en mi cumpleaños. Esperé a la 1 y mejor decidí beber. Esa noche no me cargaste. Amanecí con una cobija en el sofá.
Fue al día siguiente que recibí la llamada:
– ¿Cristina Valladares?
-–Si, ella habla. ¿Con quién tengo el gusto?
-–Eso no importa. Conozco a su marido. La espero a las 9 en el bar Tornasol, en la esquina de Trípoli y Venecia. Estaré en la barra.
– ¿Va a llevar un clavel blanco para que lo reconozca? No sea ridículo. ¿Qué quiere?
–La espero a las 9. Yo me acercaré a usted. Vaya sobria por favor, en el bar puede pedir el vino barato que guste, es muy importante lo que tengo que decirle.
¿Cómo sabía él que te esperaba nadando en anestesia roja de poca monta?
  El resto de la tarde me la pasé haciendo conjeturas con respecto a la llamada. Algunas, disparatadas, otras que confrontaban mi negación. Llegué a pensar que era el esposo de tu amante y que quería que los desenmascaráramos o proponerme que les pagáramos con la misma moneda. La siguiente hipótesis iba muy de la mano de la primera: un compañero de trabajo despechado que quería mostrarme el sitio donde te veías con tu amante. La tercera idea era que él era tu amante y harto de tus mentiras, movido por la pasión, querría que te confrontáramos en el sitio donde se frecuentaban.  Hasta llegué a pensar que podría ser una intervención organizada por Lourdes. Cuando se me acabaron las ideas, me serví un whiskey para los nervios, solo uno.
  No sé muy bien por qué decidí arreglarme como si me hubieras invitado a salir de copas. El vestido azul entallado, tacones y maquillaje. Todo el show para encontrarme con alguna idea que resolviera mis hipótesis. Tomé una gabardina, mi bolso y pedí un taxi a la dirección que me dijeron. Lo busqué en mi celular, el bar. No quería, pero lo busqué de camino. Bar gay, decía. Bar gay. Una de mis hipótesis era cierta entonces. Me dieron unas ganas inmensas de orinar, me temblaban las piernas, las manos, estaba al borde de un ataque de pánico. Al fin llegué. Por el cristal lleno de gotas grandes de lluvia observé el letrero neón de color morado. Unos chicos fumaban y platicaban frente al enorme señor de traje y auricular en la entrada, bajo el toldo. No sabía si estaban sudados o mojados por la lluvia. Pagué el taxi y corrí con el bolso en la cabeza para no arruinar el show, la ilusión de que me habías invitado por unas copas. Una mujer robusta cateó mi bolso y me permitió el paso. Todo el lugar estaba lleno de luces centelleantes de colores, perfumes adulzados, risas y música vulgar. Yo seguía temblando, como un perro chihuahua con frío y me dirigí a la barra. Le pedí a un chico musculoso y sin camisa que me diera un vino tinto de la casa. Él me sonrió con coquetería y me dijo que todo el vino que había era de la casa. A mi lado, se sentó un joven rubio de ojos azules y nariz afilada. Me vio a los ojos, sonrió y puso sobre la barra un clavel blanco.
–Hola Cristina, soy Paulo, yo te llamé hace rato. –, me dijo con un pronunciado acento español y me saludó con un beso en cada mejilla.
–Lindo detalle el del clavel.
–No sé, me pareció simpático cuando lo mencionaste.
–Perdón que te pregunte esto, pero creo que me va a dar un ataque de pánico: ¿eres el amante de mi esposo?
–Pfff no, que va.
–Bueno, no sé si sentirme más tranquila.
–No mujer, yo no. Si somos casi como hermanas.
-– ¿Tú y yo?
–No hija, tu marido y yo somos casi como hermanas.
–Entonces Julián es gay. ¿Eso querías decirme?
–Si. Bueno no. Eso igual y ya lo sabías. Quería que vieras con quien anda.
–Pues con una foto bastaba. No entiendo por qué quisiste que viniera.
– ¡Joder!, pero que raros son los bugas. Ahora resulta que no te gusta la jiribilla, el drama. ¡Por dios tía! Si eres una borracha de puta madre. Perdona que te lo diga así, pero soy muy directo.
–No no, mejor. Creo que es mejor encontrarme con la realidad de una vez. Bueno, y si son “hermanas”, ¿por qué lo estas evidenciando?
–Porque la Julia…perdón. Porque Julián ya nos tenía hasta la madre a todos con que un día te iba a decir y no se qué pero que no se atrevía porque te la vives en el trago y, perdona, yo respeto, pero no me parece una razón suficiente para seguir en las mentiras hija.
– ¿Dónde está ese hijo de la chingada?
–Ya ya, te entiendo Cristina, tú llora todo lo que quieras que ahora llega la muy puta de tu marido y nos ponemos de frente. Pero llora todo lo que quieras ahora, que tienes que verte dignísima cuando te le plantes de frente y le digas que es un puto de los cojones. Solo no hagas mucho escándalo que quiero estar cerca y el bar mola. Si te pones como una loca nos van a querer sacar.
Dignísima dijo. Vi la copa frente a mí. Sentí el estómago revuelto. Un poco por la noticia, otro tanto por la música.
– ¿Te gusta el vino?, no lo quiero.
– ¡Eso guapa! Que vea lo que perdió, tú en sobria. Y no hija, ese vino mejor dárselo a los críos sin gusto. Preferiría beber drano. A ver, a ver. ¡Tú niñata! Que hoy andas de suerte corazón. Te has ganado una copita. Anda anda. Bien. Ya vete. Bueno, pues si vas a estar muy sobria, mejor bailemos.
–No gracias, preferiría beber drano. ¿Por qué no me lo dijo?
–Pues porque realmente se dio cuenta que le gustaban los tíos ya entrado en años. Muere de la culpa, no te creas. Todo el tiempo se la pasa hablando de lo felices que eran cuando recién se casaron. Que no entiende por qué le gusta tanto la polla…perdona, pero es que yo soy muy directo.
– ¿Es guapo?, el hombre con el que anda. ¿Es guapo?
–Hombre, que a ver. No es tú tampoco, que estas hecha una muñeca. Digamos que es diferente. Aparte, ¿a qué viene tu pregunta?, que da igual. Tiene polla. Tu no. Homosexualidad básica.
–Vamos a bailar.
– ¿No que preferías beber drano?
–No estoy bebiendo nada. Prefiero bailar.
  Bailé. La música mejoró un poco. Paulo brincaba y me abrazaba como si fuéramos amigos de mucho tiempo. Como si la cercanía contigo nos uniera. Sonreí por primera vez en lo que parecía una eternidad. Me sentí liberada. Se que suena ridículo, pero me invadió una extraña euforia por todo el cuerpo. Paulo volteó a la puerta por un instante y me dijo que ya habías llegado. Me abrazó. Me limpió el sudor y me dijo que estuviera tranquila. Yo le di un beso en cada mejilla, le tomé la cara con mis manos y le agradecí, mirándolo a los ojos. Corrí a la puerta cubriéndome el rostro y salí a la calle. Encendí un cigarrillo y te vi de reojo buscando algo de lado a lado. Sentí la lluvia y observé cómo se consumía el papel, el tabaco y la fresa encendida; por la lluvia y la humedad de mi rostro al verte partir.




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