
Para poder llegar al páramo de Tlahueliloc, era
necesario manejar por un tramo de terracería y caminar seis kilómetros al este.
Si el clima mostraba un rostro benevolente, y no se encharcaban las
improvisadas líneas de la carretera, Edgar calculaba que llegaría entrada la
tarde a su destino. Tlahueliloc era una comunidad rural abandonada, cercana a
un conjunto industrial automotriz quebrado hace más de veinte años, y que,
debido a la hostilidad del páramo para hacer crecer cualquier tipo de cultivo y
el cierre de la clínica San Simeón, impidió la posibilidad a los pobladores
para que tuvieran alguna oportunidad de trabajo.
– Sólo a un loco se le ocurriría ir a
Tlahueliloc – decía el doctor Estévez, provocando así las risas de sus
residentes de psiquiatría. Al anciano profesor Estévez le fascinaba platicar
historias de su experiencia en la clínica San Simeón ya que a ésta le rodeaba
un aura de leyenda. Era difícil concebir que en pleno siglo XX hubiera existido
un lugar tan lejano y escondido, que sirviera para recluir a personas con enfermedades
mentales y, que se tuviera el consentimiento de sus seres queridos, para practicar
técnicas experimentales en aquellos dolientes del alma. Se decía que en aquel
lugar se mezclaban indigentes esquizofrénicos con hijos de personajes públicos
y adinerados que se debían ocultar para evitar la vergüenza y el señalamiento,
o por carecer de la osadía para acabar con su sufrimiento. –En verdad era
terrible. En ese lugar, fui testigo de las condiciones más inhumanas. Lo de
menos era encontrar una mierda y orines en los pasillos; a veces, los pacientes
olían a pollo quemado, como si hubieran querido quitarles la locura a fuego
lento. Una vez, muy cerca del cuarto 35; no se me olvida, me pareció oler a descomposición
y hierro. Cuando me acerqué a verificar, la temible enfermera Domínguez, esposa
del director, me dijo que no anduviera de metiche, me tomó del brazo y me sacó
de ahí. Yo era un chamaco, apenas un estudiante, así que no hice más preguntas,
pero, a la fecha, sigo pensando que ahí había un muerto. –dijo Estévez, con la
mirada perdida.
--¿Y por qué, si existía un lugar así, no se metió
a la cárcel a los responsables? –preguntó algún curioso. –Porque las personas
con mayor poder en el país tenían ahí a sus desquiciadas vergüenzas. Nadie
entraba internado a ese lugar con la esperanza de una cura. Todos los que
rotamos por ahí, sabíamos que estábamos trabajando con desaparecidos. En la
antigüedad, embarcaban sin rumbo a dementes, asesinos y judíos. Pues en San
Simeón, la cosa no era muy distinta.
–¿Es cierto que todavía existen los archivos de los
experimentos? –preguntó Edgar.
–No lo dudo. El lugar debe estar cayéndose a
pedazos, pero cuando lo desalojaron, no se llevaron más que alguna que otra
pieza de valor.
Fue en ese instante cuando a Edgar se le ocurrió
emprender una aventura. El joven residente de segundo año de psiquiatría
contaba con una curiosidad inusual y morbosa por todo aquello que se escapaba a
su entendimiento. Tenía de flaco, lo mismo que de obstinado. Durante varias
semanas le dio vueltas a la idea de corroborar la existencia de los archivos
perdidos de San Simeón, pero no concretaba su deseo por falta de tiempo, hasta
que en una clase de Estévez se habló de Maquinita.
–Creo que su nombre real había sido Lara o Laura,
pero todos la conocíamos como Maquinita. Decían que de más joven había sido muy
guapa. Algo se le podía ver en esos ojos azul aqua; pero por lo demás, era
difícil imaginarlo. Era flaca hasta los huesos y un poco jorobada. El pelo
crespo, largo, alborotado, con algunas canas. La piel grisácea, las cejas
tupidas y despeinadas. Unas ojeras azules que parecían mas bien moretones y le
daban una profundidad aterradora a esos ojos que, de tan claros, parecía que
tenían cataratas. Los dientes podridos, desgastados y chuecos. Esos dientes
fueron los que le dieron el nombre ya que abría y cerraba la mandíbula hasta
hacer chocar los dientes varias veces y luego exhalaba, de tal modo que se oía
un clac-clac-clac-clac-clac-aaaah, que recordaba el sonido de una máquina de
escribir. Lo hacía día y noche. Tenían que sedarla para que pudiera dormir o
dejara que los demás descansaran, pero a veces se les olvidaba. No hacía otra
cosa. Verla de frente con su clac-clac-clac-clac-aaaah, hacía que se te
enchinara la piel porque parecía que lo hacía con una sonrisa macabra. Una vez escuché que Maquinita había sido
escritora, de buena familia. Se casó y tuvo un hijo, pero un día éstos murieron
en un incendio y ella, en estado de manía, comenzó a teclear día y noche letras
al azar en su máquina hasta que le sangraron los dedos. Se la quitaron y
comenzó a hacer el sonido con su boca. Claro que también oí la versión de
Marcela, una señora supersticiosa que hacía la limpieza en la clínica, que me
dijo que en realidad Lara o Laura le había vendido su alma al diablo a cambio
de ser una gran escritora y éste la volvió una máquina de escribir viviente. ¡Esa
Marcela y su imaginación! Como haya sido. Por las noches, cuando tocaba la mala
de quedarse de guardia, aparte de oír por los pasillos los usuales gritos, lamentos
y discursos sin sentido, usuales en la clínica, podía oírse el clac-clac de
Maquinita. Una noche, Pedro, el pirómano, no podía dormir y culpó al mismo
hedor que yo identifiqué cerca del cuarto 35 y a Maquinita. El cuidador en
turno lo dejó salir un rato para que dejara de quejarse, pero no contó con que
Pedro lo noquearía y correría a la cocina por unos cerillos y aceite, que
después vertió en la puerta del cuarto de maquinita y le prendió fuego.
Tardaron más de lo que debían en darse cuenta del incendio y cuando llegaron a
extinguirlo, la mujer había muerto. La enfermera Domínguez metió a Pedro al
cuarto 35 y no se le volvió a ver.
Edgar,
después de haber oído la historia, encontró su motivación. Pidió tres días de
permiso, tomó prestado el Chevy de su hermano, compró una cámara fotográfica,
una batería extra para recargar el celular, algo de botana, una linterna y
manejó al páramo de Tlahueliloc en busca del archivero de la clínica San Simeón
para encontrar así, una prueba de la existencia de estos personajes. El cielo
estaba nublado aquella tarde. Después de haber cruzado la terracería, que había
desgastado sin duda el motor del auto, caminó al este hacia el páramo. Encontró
el pueblo que yacía en un silencio desolador. Extrañó por instantes la compañía
de aves o grillos que brindaran algo de hospitalidad en ese lugar. Observó las
casas abandonadas con afiches de publicidad antigua cayéndose de algunas
paredes. Algunas tejas del quiosco tiradas en el suelo y la casa de Dios
cubierta por maleza. Siguió caminando hasta toparse de frente con el edificio
de tres plantas que ya había visto en fotografías por internet. “Clnc San Sin”
leyó en la entrada del recinto y encontró las letras caídas por el patio de
tierra seca. Podía observar, que la puerta había estado sellada en algún
momento por el municipio, ya que tenía pegados letreros de “clausurado” con
tinta mojada. Sin embargo, estos sellos estaban rotos. Alguien había entrado
antes que él. Después de empujar la puerta varias veces, logró entrar. Pudo
corroborar que la clínica estaba a punto de caer. La única luz era la que entraba
por el ventanal roto de la entrada. Caminó entre polvo y pedazos de cemento y
tierra hasta encontrar las escaleras. Encendió la linterna y le provocó algo de
inquietud sentir ahí dentro una presencia que lo acompañaba. Él era una persona
de razón y batallaba con la idea, convenciéndose a cada paso que el peligro era
imaginario. Su objetivo era encontrar una oficina con archivero antes del
anochecer ya que el peligro real sería el regreso por aquella carretera sinuosa
y descuidada. Escuchó un ruido en el segundo piso y, antes de entrar en pánico,
se convenció de que percibiría ruidos en su búsqueda debido al estado del
edificio. Cruzó el pasillo de la segunda planta y al fondo observó una pared
con manchones de manos y escritos en color café, quizá por el desgaste, que
bien podían ser grafitis de sangre. “Puta Domínges” decía al lado de un dibujo
que parecía hecho como por un niño de cinco años con forma de mujer desnuda
abierta de piernas. Sacó su cámara fotográfica de la mochila y documentó el
hallazgo. El sudor había humedecido su playera y por ello percibió con mayor
intensidad la sensación helada en esa zona del edificio. Siguió caminando al
fondo y encontró un letrero arriba de unas escaleras en donde decía “Oficinas”.
Antes de subir, pasó al lado de la famosa habitación 35 y tomó una foto.
Olfateó la puerta para ver si aún conservaba el olor que tanto había descrito
Estévez, olía a cemento, humedad y tierra, como el resto de las ruinas y
decidió entrar. Era un cuarto vació, sin ventanas, con una mesa de exploración
metálica y algunos instrumentos de cirugía tirados en el piso. Los vellos en su
brazo se alzaron como si se quisieran poner en estado de alarma. Salió del
cuarto y vio cómo un pie descalzo subía por las escaleras. Corrió a ellas y no encontró
nada. Creía estar alucinando en ese instante. Cuando subió se percató que el
piso era de madera y crujía a cada paso. Había tres escritorios, dos máquinas
de escribir, papeles tirados en el piso con la tinta borrada por el tiempo. Si
no hubiera traído linterna, hubiera sido imposible caminar en ese espacio.
Observó una puerta que decía “Dirección”, su objetivo. Al caminar hacia ella,
el piso cedió ante el peso, tronó e hizo que Edgar cayera a la segunda planta.
Una viga inmensa cayó en sus piernas, inmovilizándolo. Debido a la caída y al
trauma en la cabeza, perdió el conocimiento por lo que pareció un instante.
Unas gotas en la cara lograron despertarlo. Afuera llovía y ya era de noche.
Intentó mover la viga, pero no pudo. Con sumo esfuerzo, logró sacar el celular
de su pantalón. No tenía señal y la batería se agotaba. Se tocó el hombro y se
dio cuenta que traía puesta la mochila. Se incorporó un poco, adolorido y se la
quitó de la espalda. Tenía la boca seca. Sacó una botella de agua y bebió un
poco. Miró su pierna derecha, que seguramente estaba rota, atascada bajo la
viga y vio sangre. En ningún momento soltó la linterna y pensó que de todo lo
perdido, había que agradecer lo ganado. Iluminó la habitación en la que había
caído y se dio cuenta que era la misma a la que había entrado previamente;
instantes después, en un rincón se encontró con un joven de unos 16 años,
descalzo, sentado, abrazando sus propias piernas. –Te caíste. —le dijo. El
corazón de Edgar comenzó a latir con fuerza. Soltó un gritó de dolor y miedo.
–Ayúdame, por favor--, le respondió con la voz temblorosa. Sabía que no estaba
ante la presencia de la lógica, pero al mismo tiempo le apremiaba salir
corriendo de ese lugar. –No puedo ayudarte--, contestó el adolescente, que
parecía temer casi con la misma intensidad que el residente inmóvil.
–Te lo suplico. Ayúdame a levantar la viga.
--Si te ayudo, Pedro se va a enojar.
--No. No se va a enojar. Llámalo y dile a él
también que nos eche una mano.
-- A Pedro no le gusta que lo molesten cuando
duerme.
Sintió la presencia de otra persona en el lado
opuesto de la habitación y volteó de golpe a iluminarla. Era una señora
anciana, despeinada, desdentada y desnuda. Edgar cerró los ojos. No quería ver.
Se negaba a creer lo que estaba atestiguando. --¡Mi mamá!, ¡No encuentro a mi
mamá! – gritaba la señora. A su lado apareció otra figura. Un hombre de unos 50
años, con las manos en la cabeza y expresión de horror, también descalzo, con
una bata blanca, corta. –Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos.
Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos.--, repetía. Edgar no
sabía si preocuparse por el intenso dolor, por las imágenes que veía, por los
latidos de su corazón o por la posible pérdida de la razón. El adolescente
soltó un grito espontáneo y desapareció junto a los otros dos entes. El
residente oyó unos pasos recorriendo el cuarto. Rotó la cabeza a su lado
izquierdo y vio unos pies enormes de hombre a su lado. Alzó la mirada y con
terror se percató que estaba de pie un hombre alto en bata, calvo y gordo. Éste
se agachó hasta quedar cara a cara con Edgar, como si se tratara de una bestia
olfateando a su presa. –Yo solo quiero descansar. ¿Por qué me despiertas? –
dijo, soltando con cada exhalación una pestilencia vomitiva. Edgar gritó con
todas sus fuerzas acompañado por un llanto muy similar al de alguien que ha
perdido toda esperanza. El hombre también gritó directo al rostro del
residente, hasta que lo hizo callar con su enorme y fría mano. –Escucha.
Cállate. Escucha. ¡Shhh! –dijo el hombre y, Edgar, con la boca tapada por la
enorme mano y los ojos abiertos e irritados escuchó cómo por la puerta se
colaba un clac-clac-clac-clac. Cerró los ojos. Los apretó lo más que pudo.
Sabía con exactitud qué significaba ese sonido. –Ahí viene esa loca. —dijo el
hombre. –Ahí viene esa loca. Yo no la maté. Yo no la maté. Ella no se muere.
Ella no se calla. ¡No se calla nunca!, ¡No se muere!, ¡Aquí nadie se muere! –
Clac-clac-clac-clac-aaaah.
Clac-clac-clac-clac-aaaah.
Clac-clac…
El hombre calvo retiró la mano. Edgar abrió los
ojos. Unos ojos azules lo miraban de frente.
El joven
residente había comentado sus planes a Octavio, un compañero de la universidad.
Pasados dos días, al haber desaparecido, los padres de Edgar pidieron ayuda
para encontrarlo. –Se fue al páramo de Tlahueliloc --, comentó Octavio. Esa
misma tarde, los padres emprendieron el viaje, acompañados por los hermanos del
joven residente y lo encontraron inconsciente y deshidratado bajo la viga del
segundo piso de San Simeón.
Tres días
mas tarde, en el Sanatorio Español, Edgar abrió los ojos. Su madre le acarició
la frente. –Aquí estamos, mi amor. Ya todo esta bien. – le dijo, a lo cual, el
joven contestó con un interminable: –clac-clac-clac-clac-aaaah.
César Baqueiro
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