martes, 28 de agosto de 2018

El Páramo de Tlahueliloc


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Para poder llegar al páramo de Tlahueliloc, era necesario manejar por un tramo de terracería y caminar seis kilómetros al este. Si el clima mostraba un rostro benevolente, y no se encharcaban las improvisadas líneas de la carretera, Edgar calculaba que llegaría entrada la tarde a su destino. Tlahueliloc era una comunidad rural abandonada, cercana a un conjunto industrial automotriz quebrado hace más de veinte años, y que, debido a la hostilidad del páramo para hacer crecer cualquier tipo de cultivo y el cierre de la clínica San Simeón, impidió la posibilidad a los pobladores para que tuvieran alguna oportunidad de trabajo.
– Sólo a un loco se le ocurriría ir a Tlahueliloc – decía el doctor Estévez, provocando así las risas de sus residentes de psiquiatría. Al anciano profesor Estévez le fascinaba platicar historias de su experiencia en la clínica San Simeón ya que a ésta le rodeaba un aura de leyenda. Era difícil concebir que en pleno siglo XX hubiera existido un lugar tan lejano y escondido, que sirviera para recluir a personas con enfermedades mentales y, que se tuviera el consentimiento de sus seres queridos, para practicar técnicas experimentales en aquellos dolientes del alma. Se decía que en aquel lugar se mezclaban indigentes esquizofrénicos con hijos de personajes públicos y adinerados que se debían ocultar para evitar la vergüenza y el señalamiento, o por carecer de la osadía para acabar con su sufrimiento. –En verdad era terrible. En ese lugar, fui testigo de las condiciones más inhumanas. Lo de menos era encontrar una mierda y orines en los pasillos; a veces, los pacientes olían a pollo quemado, como si hubieran querido quitarles la locura a fuego lento. Una vez, muy cerca del cuarto 35; no se me olvida, me pareció oler a descomposición y hierro. Cuando me acerqué a verificar, la temible enfermera Domínguez, esposa del director, me dijo que no anduviera de metiche, me tomó del brazo y me sacó de ahí. Yo era un chamaco, apenas un estudiante, así que no hice más preguntas, pero, a la fecha, sigo pensando que ahí había un muerto. –dijo Estévez, con la mirada perdida.
--¿Y por qué, si existía un lugar así, no se metió a la cárcel a los responsables? –preguntó algún curioso. –Porque las personas con mayor poder en el país tenían ahí a sus desquiciadas vergüenzas. Nadie entraba internado a ese lugar con la esperanza de una cura. Todos los que rotamos por ahí, sabíamos que estábamos trabajando con desaparecidos. En la antigüedad, embarcaban sin rumbo a dementes, asesinos y judíos. Pues en San Simeón, la cosa no era muy distinta.
–¿Es cierto que todavía existen los archivos de los experimentos? –preguntó Edgar.
–No lo dudo. El lugar debe estar cayéndose a pedazos, pero cuando lo desalojaron, no se llevaron más que alguna que otra pieza de valor.
Fue en ese instante cuando a Edgar se le ocurrió emprender una aventura. El joven residente de segundo año de psiquiatría contaba con una curiosidad inusual y morbosa por todo aquello que se escapaba a su entendimiento. Tenía de flaco, lo mismo que de obstinado. Durante varias semanas le dio vueltas a la idea de corroborar la existencia de los archivos perdidos de San Simeón, pero no concretaba su deseo por falta de tiempo, hasta que en una clase de Estévez se habló de Maquinita.
–Creo que su nombre real había sido Lara o Laura, pero todos la conocíamos como Maquinita. Decían que de más joven había sido muy guapa. Algo se le podía ver en esos ojos azul aqua; pero por lo demás, era difícil imaginarlo. Era flaca hasta los huesos y un poco jorobada. El pelo crespo, largo, alborotado, con algunas canas. La piel grisácea, las cejas tupidas y despeinadas. Unas ojeras azules que parecían mas bien moretones y le daban una profundidad aterradora a esos ojos que, de tan claros, parecía que tenían cataratas. Los dientes podridos, desgastados y chuecos. Esos dientes fueron los que le dieron el nombre ya que abría y cerraba la mandíbula hasta hacer chocar los dientes varias veces y luego exhalaba, de tal modo que se oía un clac-clac-clac-clac-clac-aaaah, que recordaba el sonido de una máquina de escribir. Lo hacía día y noche. Tenían que sedarla para que pudiera dormir o dejara que los demás descansaran, pero a veces se les olvidaba. No hacía otra cosa. Verla de frente con su clac-clac-clac-clac-aaaah, hacía que se te enchinara la piel porque parecía que lo hacía con una sonrisa macabra.  Una vez escuché que Maquinita había sido escritora, de buena familia. Se casó y tuvo un hijo, pero un día éstos murieron en un incendio y ella, en estado de manía, comenzó a teclear día y noche letras al azar en su máquina hasta que le sangraron los dedos. Se la quitaron y comenzó a hacer el sonido con su boca. Claro que también oí la versión de Marcela, una señora supersticiosa que hacía la limpieza en la clínica, que me dijo que en realidad Lara o Laura le había vendido su alma al diablo a cambio de ser una gran escritora y éste la volvió una máquina de escribir viviente. ¡Esa Marcela y su imaginación! Como haya sido. Por las noches, cuando tocaba la mala de quedarse de guardia, aparte de oír por los pasillos los usuales gritos, lamentos y discursos sin sentido, usuales en la clínica, podía oírse el clac-clac de Maquinita. Una noche, Pedro, el pirómano, no podía dormir y culpó al mismo hedor que yo identifiqué cerca del cuarto 35 y a Maquinita. El cuidador en turno lo dejó salir un rato para que dejara de quejarse, pero no contó con que Pedro lo noquearía y correría a la cocina por unos cerillos y aceite, que después vertió en la puerta del cuarto de maquinita y le prendió fuego. Tardaron más de lo que debían en darse cuenta del incendio y cuando llegaron a extinguirlo, la mujer había muerto. La enfermera Domínguez metió a Pedro al cuarto 35 y no se le volvió a ver.
  Edgar, después de haber oído la historia, encontró su motivación. Pidió tres días de permiso, tomó prestado el Chevy de su hermano, compró una cámara fotográfica, una batería extra para recargar el celular, algo de botana, una linterna y manejó al páramo de Tlahueliloc en busca del archivero de la clínica San Simeón para encontrar así, una prueba de la existencia de estos personajes. El cielo estaba nublado aquella tarde. Después de haber cruzado la terracería, que había desgastado sin duda el motor del auto, caminó al este hacia el páramo. Encontró el pueblo que yacía en un silencio desolador. Extrañó por instantes la compañía de aves o grillos que brindaran algo de hospitalidad en ese lugar. Observó las casas abandonadas con afiches de publicidad antigua cayéndose de algunas paredes. Algunas tejas del quiosco tiradas en el suelo y la casa de Dios cubierta por maleza. Siguió caminando hasta toparse de frente con el edificio de tres plantas que ya había visto en fotografías por internet. “Clnc San Sin” leyó en la entrada del recinto y encontró las letras caídas por el patio de tierra seca. Podía observar, que la puerta había estado sellada en algún momento por el municipio, ya que tenía pegados letreros de “clausurado” con tinta mojada. Sin embargo, estos sellos estaban rotos. Alguien había entrado antes que él. Después de empujar la puerta varias veces, logró entrar. Pudo corroborar que la clínica estaba a punto de caer. La única luz era la que entraba por el ventanal roto de la entrada. Caminó entre polvo y pedazos de cemento y tierra hasta encontrar las escaleras. Encendió la linterna y le provocó algo de inquietud sentir ahí dentro una presencia que lo acompañaba. Él era una persona de razón y batallaba con la idea, convenciéndose a cada paso que el peligro era imaginario. Su objetivo era encontrar una oficina con archivero antes del anochecer ya que el peligro real sería el regreso por aquella carretera sinuosa y descuidada. Escuchó un ruido en el segundo piso y, antes de entrar en pánico, se convenció de que percibiría ruidos en su búsqueda debido al estado del edificio. Cruzó el pasillo de la segunda planta y al fondo observó una pared con manchones de manos y escritos en color café, quizá por el desgaste, que bien podían ser grafitis de sangre. “Puta Domínges” decía al lado de un dibujo que parecía hecho como por un niño de cinco años con forma de mujer desnuda abierta de piernas. Sacó su cámara fotográfica de la mochila y documentó el hallazgo. El sudor había humedecido su playera y por ello percibió con mayor intensidad la sensación helada en esa zona del edificio. Siguió caminando al fondo y encontró un letrero arriba de unas escaleras en donde decía “Oficinas”. Antes de subir, pasó al lado de la famosa habitación 35 y tomó una foto. Olfateó la puerta para ver si aún conservaba el olor que tanto había descrito Estévez, olía a cemento, humedad y tierra, como el resto de las ruinas y decidió entrar. Era un cuarto vació, sin ventanas, con una mesa de exploración metálica y algunos instrumentos de cirugía tirados en el piso. Los vellos en su brazo se alzaron como si se quisieran poner en estado de alarma. Salió del cuarto y vio cómo un pie descalzo subía por las escaleras. Corrió a ellas y no encontró nada. Creía estar alucinando en ese instante. Cuando subió se percató que el piso era de madera y crujía a cada paso. Había tres escritorios, dos máquinas de escribir, papeles tirados en el piso con la tinta borrada por el tiempo. Si no hubiera traído linterna, hubiera sido imposible caminar en ese espacio. Observó una puerta que decía “Dirección”, su objetivo. Al caminar hacia ella, el piso cedió ante el peso, tronó e hizo que Edgar cayera a la segunda planta. Una viga inmensa cayó en sus piernas, inmovilizándolo. Debido a la caída y al trauma en la cabeza, perdió el conocimiento por lo que pareció un instante. Unas gotas en la cara lograron despertarlo. Afuera llovía y ya era de noche. Intentó mover la viga, pero no pudo. Con sumo esfuerzo, logró sacar el celular de su pantalón. No tenía señal y la batería se agotaba. Se tocó el hombro y se dio cuenta que traía puesta la mochila. Se incorporó un poco, adolorido y se la quitó de la espalda. Tenía la boca seca. Sacó una botella de agua y bebió un poco. Miró su pierna derecha, que seguramente estaba rota, atascada bajo la viga y vio sangre. En ningún momento soltó la linterna y pensó que de todo lo perdido, había que agradecer lo ganado. Iluminó la habitación en la que había caído y se dio cuenta que era la misma a la que había entrado previamente; instantes después, en un rincón se encontró con un joven de unos 16 años, descalzo, sentado, abrazando sus propias piernas. –Te caíste. —le dijo. El corazón de Edgar comenzó a latir con fuerza. Soltó un gritó de dolor y miedo. –Ayúdame, por favor--, le respondió con la voz temblorosa. Sabía que no estaba ante la presencia de la lógica, pero al mismo tiempo le apremiaba salir corriendo de ese lugar. –No puedo ayudarte--, contestó el adolescente, que parecía temer casi con la misma intensidad que el residente inmóvil.
–Te lo suplico. Ayúdame a levantar la viga.
--Si te ayudo, Pedro se va a enojar.
--No. No se va a enojar. Llámalo y dile a él también que nos eche una mano.
-- A Pedro no le gusta que lo molesten cuando duerme.
Sintió la presencia de otra persona en el lado opuesto de la habitación y volteó de golpe a iluminarla. Era una señora anciana, despeinada, desdentada y desnuda. Edgar cerró los ojos. No quería ver. Se negaba a creer lo que estaba atestiguando. --¡Mi mamá!, ¡No encuentro a mi mamá! – gritaba la señora. A su lado apareció otra figura. Un hombre de unos 50 años, con las manos en la cabeza y expresión de horror, también descalzo, con una bata blanca, corta. –Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos. Creo que no estamos vivos.--, repetía. Edgar no sabía si preocuparse por el intenso dolor, por las imágenes que veía, por los latidos de su corazón o por la posible pérdida de la razón. El adolescente soltó un grito espontáneo y desapareció junto a los otros dos entes. El residente oyó unos pasos recorriendo el cuarto. Rotó la cabeza a su lado izquierdo y vio unos pies enormes de hombre a su lado. Alzó la mirada y con terror se percató que estaba de pie un hombre alto en bata, calvo y gordo. Éste se agachó hasta quedar cara a cara con Edgar, como si se tratara de una bestia olfateando a su presa. –Yo solo quiero descansar. ¿Por qué me despiertas? – dijo, soltando con cada exhalación una pestilencia vomitiva. Edgar gritó con todas sus fuerzas acompañado por un llanto muy similar al de alguien que ha perdido toda esperanza. El hombre también gritó directo al rostro del residente, hasta que lo hizo callar con su enorme y fría mano. –Escucha. Cállate. Escucha. ¡Shhh! –dijo el hombre y, Edgar, con la boca tapada por la enorme mano y los ojos abiertos e irritados escuchó cómo por la puerta se colaba un clac-clac-clac-clac. Cerró los ojos. Los apretó lo más que pudo. Sabía con exactitud qué significaba ese sonido. –Ahí viene esa loca. —dijo el hombre. –Ahí viene esa loca. Yo no la maté. Yo no la maté. Ella no se muere. Ella no se calla. ¡No se calla nunca!, ¡No se muere!, ¡Aquí nadie se muere! –
Clac-clac-clac-clac-aaaah.
Clac-clac-clac-clac-aaaah.
Clac-clac…
El hombre calvo retiró la mano. Edgar abrió los ojos. Unos ojos azules lo miraban de frente.
  El joven residente había comentado sus planes a Octavio, un compañero de la universidad. Pasados dos días, al haber desaparecido, los padres de Edgar pidieron ayuda para encontrarlo. –Se fue al páramo de Tlahueliloc --, comentó Octavio. Esa misma tarde, los padres emprendieron el viaje, acompañados por los hermanos del joven residente y lo encontraron inconsciente y deshidratado bajo la viga del segundo piso de San Simeón.
  Tres días mas tarde, en el Sanatorio Español, Edgar abrió los ojos. Su madre le acarició la frente. –Aquí estamos, mi amor. Ya todo esta bien. – le dijo, a lo cual, el joven contestó con un interminable: –clac-clac-clac-clac-aaaah.
César Baqueiro

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