martes, 27 de febrero de 2018

Hierbabuena



Sade se adueñó de mis caderas con un movimiento pernicioso y prohibido, tan violento quizá, que lo callé como se calla una revolución: de golpe, atentando contra mi propio estado.
Nos conocimos en el colegio. Usábamos la falda tableada gris; que a mis huesos asentaba de un modo asexual y en sus piernas parecía hecha para la provocación. La blusa blanca del uniforme, que sus padres le habían comprado desde segundo de secundaria, en una talla más grande, para que le rindiera, ahora en preparatoria le apretaba en el busto, de abajo casi mostraba el ombligo y era transparente ya de tantas lavadas. Sade tenía el pelo largo, suave, café con tonos dorados. Por las mañanas lo llevaba mojado como salida de una alberca y conforme avanzaba el día, el sol la hacía su amante y la llenaba de reflejos. Para sonreír y mostrar sus dientes blancos, casi derechos, arrugaba la nariz, ladeaba la cabeza a la izquierda y se acomodaba el pelo. Sus ojos no los describo porque cualquier cliché de hermosura, me sabría a deshonrarlos.
Iba a comentar que nos hicimos amigas por casualidad, no sé si sea porque suena bien, como si el lograr que el destino nos reuniera fuera un poquito más poético, pero la realidad es que yo la busqué, me esforcé, hice alarde de todas las dotes histriónicas con las que contaba, le compartí un poco de mi vida resuelta económicamente para que un día deseara mi compañía. Es curioso que estaba a punto de no reconocerlo, cuando en realidad, es de lo mejor que he hecho en mi vida. No recuerdo muy bien de dónde me dijo que era su madre, pero sé que ella me decía “Pachi” porque así se decían entre amigas en su pueblo. Para mí, Pachi era como si me dijera “mi vida”, “mi amor”. Oye Pachi, me decía acostada en mi cama, acariciando su pelo como siempre, yo a un lado: ¿sabes que Roberto me dio un beso el otro día? Lento, como en las novelas. Me supo a chicle de fresa. Su lengua suave acariciaba la mía. Le daba masajitos intensos. Me abrazó. Mis labios y los suyos no querían frenarse. ¿Nunca te han dado un beso?, no seas tonta, no te avergüences Pachi, por eso me caes bien, porque es fácil decírtelo todo. A veces siento que soy una mala influencia. ¡Claro que un día te van a dar unos besos de esos! Vas a sentir hormiguitas por los brazos -- me acariciaba los brazos --, por el cuello -- me acariciaba el cuello --, vas a sentir el aliento de alguien que te desea calentando tu oreja. Así, despacio. ¿Quieres que te enseñe?, no te rías. A mí me hubiera gustado que me enseñaran, mira… tú sabes a hierbabuena. Es diferente. Se siente diferente. No, no raro. Mas suave. No sé. Bonito…tierno.
Sade me tomaba de la mano cuando me llevaba a sus fiestas. Muchas veces la vi besando a los hombres, bebiendo alcohol, fumando cigarrillos mentolados. Cuando se embriagaba se quedaba en mi casa. No quería que su padre la viera en ese estado. Ella se dejaba fluir sintiendo que yo era su cómplice; y por las noches, todo lo que resistí a beber terminaba por tirarme a las sábanas tan solo de oler su vaho mientras dormía. A veces ella lloraba entre sueños y cuando se daba cuenta que yo había sido testigo de sus terrores, me miraba con sus ojos tristes y se permitía sollozar en mi cuello. Nadie me quiere, Pachi. Nadie me va a querer nunca. No seas tonta, yo sé que tú me quieres, pero siento que nadie me va a querer como yo quiero… que linda que me besas. Aún en la madrugada sabes a hierbabuena -- me acariciaba los brazos --, ¿no te da miedo?, ¿no? -- con sus dedos tocó mi sexo por encima de las bragas -- a mí a veces me da un poco de miedo. Mira, estoy nerviosa. Me parece natural -- con sus dedos hizo de lado la tela que estorbaba y siguió tocando --. Tu aliento de hierbabuena me calienta la nariz. ¿No quieres que pare?, ok, si quieres que pare me dices -- me besó --, si quieres que pare me dices…me dices.
Un día llegó entusiasmada, brincando. Fabian le había regalado unas rosas y le había pedido que quería ser su novio. Ella aceptó. Estaba tan contenta. Parecía que por fin era querida como ella lo había pedido.
Los meses pasaron y ella estaba enamorada hasta decir basta. Cada vez se hicieron menos frecuentes las salidas, las veladas en mi casa. Nunca lo reconocí, pero me daba un poco de coraje y quizá por ello me hice novia de Omar. Él me decía que le gustaban mis piernas así: flaquitas.  Sade me cerraba el ojo a distancia, como si fuéramos cómplices y ahora “bien amadas”. El último día de clases llovía. Lo recuerdo porque ella me llevó al patio porque tenía algo muy importante que decirme. No le importó que nos mojáramos. Pachi, estoy embarazada. Ya sé, no digas nada, soy una tonta, pero se siente bien. Se siente como si nunca hubiera estado mejor. A Fabián lo van a correr de su casa si se enteran, y a mí, pues ya sabes. Tiene un tío muy buena onda en Guadalajara. Prometió ayudarnos. Nos vamos mañana por la tarde. No, Pachi, no me sermonees ¿Qué no ves lo feliz que estoy? Todo va a estar bien. No llores amiga. No llores porque me vas a hacer llorar. Un día de estos te llamo y vas a Guadalajara y bautizamos al niño. ¡Seremos comadres!, ya no llores, por favor --me abrazó --.
Me casé con alguien diferente a Omar, tuve dos niñas y un niño, fui maestra, viajé, me engordaron las piernas, mi pelo encanecido y delgado recibió el otoño y jamás recibí su llamada.
A veces, por las noches me despierto y pienso: ¿A qué muerto se le llora cuando no existe un cadáver? Y sollozo, duele en el pecho y dan ganas de quitarse la cabeza a jalones. Dan ganas de gritar en el abrumador silencio que queda ante la nada. Dan ganas de que alguien entienda que Sade existió. Dan ganas de existir sin ella.
César Baqueiro

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