Cada que Aura salía del baño, después de sus largas y acostumbradas
duchas, sentía la mirada católica de su madre y se subía la toalla, con vergüenza.
- Las mujeres que ocupan su tiempo en el baño, haciendo lo que tú haces,
solo encuentran hombres que buscan a otras mujeres que pasan mucho tiempo en el
baño. - decía Milagros, su madre, mientras ataba su muñeca con un rosario.
Aura, en raras ocasiones levantaba el rostro. Su madre le hizo sentir poco
digna de mirar la faz invisible de un Dios inquisitivo. No obstante, poco
importó su porte tímido, ya que poseía una belleza intranquila para el pueblo
donde vivían. Cuando Aura cumplió 18 años, Carlos tocó a la puerta con un ramo
de hortensias entre sus manos. Milagros sabía las intenciones del muchacho y
azotó la puerta, tirando de golpe las ilusiones del joven y un ramo de flores
indignas.
- Ya empezaron los lobos a olfatear la fricción de tus muslos.
- Entonces, ¿no quiere que me case?
- Quiero que te aplaques y me ayudes a limpiar los frijoles.
- No entiendo cómo es que quiere que me tranquilice y manda al remedio
lejos de esta casa.
- Aura, a ese tal Carlos le pusieron ese nombre común porque fue criado
como hombre común. Solo busca lo que tú puedas darle por las noches y cuando se
canse, buscara a otra y en verdad no tienes idea de cómo son las “otras” de
este pueblo. Las “otras” que no se casan. Las del monte. Ave María Purísima. -
dijo Milagros, persignándose y besando el rosario.
- Mamá, ¿en serio cree usted eso de que son brujas?
- No, no lo creo. Lo sé. Dinorah, la madre de esas ranflas, fue la que
le tocó el chichapal a tu papá.
Aura sabía que su padre había tenido un romance con Dinorah, pero nunca
había oído nada del chichapal. En la sierra se contaba que cuando una mujer
quería llamar a su hombre, bastaba con hervir en una olla de barro (mejor
conocida como chichapal), albahaca, laurel, lavanda, jazmín, un mechón de pelo
del deseado y sangre de la interesada. Cuando el brebaje comenzara a oler,
había que dar golpecitos a la olla de barro con un cucharon de madera, mismos
que sirven de llamado para el hombre.
Milagros se empeñaba en culpar a Dinorah porque una noche que su esposo
fue a buscarla, se cayó en el monte y murió. A Aura le daba lástima que su madre
creyera todo cuento de brujas, leyendas, muertos y la Biblia.
- Carlos es un buen hombre mamá. Va a heredar la tienda de zapatos de su
padre y unas tierras de su tío, el maricón.
Si había algo que Milagros amara más que a Jesús, era la seguridad del billete;
así que permitió a Carlos visitar a su hija, siempre y cuando prometiera
matrimonio y no volver a traer ridículas hortensias a su casa.
Meses más tarde, la hija de la viuda religiosa y el hijo del zapatero se
casaron. En la noche de bodas, Aura mostró a Carlos su temperamento y éste
lloró de la felicidad. Aura, al fin, se sentía libre de hacer y decir lo que le
venía en gana. Así pasaron dos años, hasta que el vicio de la intriga permeó en
el matrimonio y comenzaron los cuestionamientos con respecto a la fertilidad de
la joven.
- Estas yerma de tanto baño que te diste soltera. Transformaste tu
vientre en un parque de diversiones en el desierto. – comentó Milagros con esa ternura de madre
tan característica. A Aura, las opiniones de otros, no le afectaron tanto como
la seriedad de Carlos, la cama helada, el florero con hortensias marchitas y
las salidas nocturnas de su esposo.
Un domingo, en el mercado, mientras olía nostálgica unas limas, Aura
percibió el susurro de Dinorah a su oído: Carlitos se te escapa por las noches
al monte porque no les das crías ¿verdad, Aurita?
- Seguramente alguien le anda tocando el chichapal – respondió molesta.
- ¿Mis hijas?, no chula, a mis hijas les gustan los hombres. Sin
ofender. Pero si quieres, un día de estos date una vuelta por el monte y te
enseño un amarrito.
- ¡Eso es del diablo!
- Regresar a las duchas largas es más del diablo, Aurita.
A la semana, la joven visitó a Dinorah, quien le pidió una imagen y un mechón
de pelo de Carlos, un listón, tierra de camposanto y miel.
- Entonces agarras la fotografía y después de echarle la miel, comienzas
a atarla con el listón.
- ¿Y luego donde la pongo?
- Donde gustes. En una caja de zapatos, si quieres. Al fin que te sobran.
- Oye Dinorah, ¿y esto es para que regrese?
- Para que regrese es el chichapal.
- Entonces, ¿esto para qué es?
- Para que se aplaque.
- Dinorah, ¿dónde está la caja de zapatos de mi papá?
- ¿Quieres las coordenadas?, no me acuerdo. En alguna parte del monte.
¿Por qué pones esa cara?, a mi edad se luce bien el cinismo. Aparte el idiota
de tu padre, era hombre y nunca iba a dejar a la mojigata de tu madre.
- ¿Una vida en una caja de zapatos?, mejor nomas lo dejo y me consigo
otro. Fuera de este pueblo que apesta a menjurjes y a incienso.
- Pues ahí como quieras Aurita. ¿Te enojaste por lo de tu papá?
- Ya está muerto. Ya qué. Su ataúd fue una caja de zapatos. Te diría que
lo cargarás en tu conciencia, pero las putas no lo lucen tan bien como lucen el
cinismo.
-Bruja, puta y todo lo que tú quieras, pero no te las des de santa,
Aurita. Aquí estas. Aprendiendo a tocar el chichapal.
Aura regresó a su casa, a sacar una maleta y una caja de zapatos.
Esa tarde Dinorah encontró un marco vacío donde solía estar el hermoso
rostro que algún día tuvo, de quinceañera.
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