martes, 5 de septiembre de 2017

Hilos negros y desastre

Hilos negros y desastre
A los 63 años, Adolfo llegó a la conclusión de que ser dueño de una sastrería en un pequeño pueblo de la sierra era un acto de romanticismo y esto lo deprimió. Pensaba que hasta el maniquí que le servía de muestra y al que subía y bajaba de medidas, se burlaba de él con una mueca carente de rostro. A veces le pegaba una bofetada para desquitarse y amainar el ansia de llegar a hacerlo con su mujer. Después de todo, ella había dedicado 45 años a ser una santa y no se merecía un roce injustificado de odio. Su vieja Adela, la panadera del pueblo, la que le hacía de comer y que gracias a su profesión lograba que siempre hubiera un pan en la mesa, sobre todo en los peores momentos de la sastrería. Casi podía decir que la quería tanto como a su Singer 1957 negra con mesa de madera. Su verdadera aliada, su compañera de desventuras y triunfos.
Dicen que uno puede vislumbrar cuan trivial es lo cotidiano después de un día de fortuna, cuando te das cuenta que todo lo demás después de esos momentos es incomparable; y quizá es por ello que Adolfo recargaba su cabeza con un vaso de aguardiente a medio día. Hace tres días, encontraron en la orilla del río a Lucero Córcega, la hija del presidente municipal. La tragedia conmovió al pueblo entero, no solo porque se trataba de un individuo de la crema y nata, sino por la juventud y belleza de la chica. Aparte del sepulturero y el cura, que hacían su mesada con la tragedia ajena, un evento como tal significaba un aumento considerable en los remiendos de sacos viejos y vestidos negros para la ocasión. Así, mientras la gente lloraba y volteaba la cabeza al cielo negando, al sastre le surgían encargos por decenas para que la gente pudiera estar presentable ante la desdicha. Después del velorio y con unos centavos de más, corrió a la tienda de abarrotes para poder comprar vino, pan y jamón, pero al ingrato de Don Heladio, a pesar del tiempo lúgubre, no olvidó cobrar las cuentas fiadas, por lo que Adolfo regresó a casa con menos energía y una cantidad paupérrima de centavos en el bolsillo. ¡Esto que dicen que es la vida no es más que un terreno para que el diablo juegue con mi voluntad!, Se decía mientras bebía aguardiente de caña, del barato, claro está.
La campana de la puerta de entrada sonó. Esto significaba que había entrado un cliente, un cobrador o la canastilla de Adela con el almuerzo. Dio un sorbo largo al vaso y lo escondió entre los carretes de hilo de su mesa de corte. Era Silverio Jaimes, el secretario particular de Don Crisanto Córcega, presidente municipal.
- Buenas Silverio, ¿en qué puedo servirle?
- Buenas Don Adolfo, ¿cómo le ha ido en estos días? – Adolfo odiaba tener pequeñas conversaciones con sus clientes, pero sabía que tenía que fingir interés.
- Pues ya ve, todo lo bien que se puede estar con las noticias de este pueblo. Una tragedia la que acabamos de vivir, ¿cierto? – después de soltar las palabras que acababa de decir, recordó haber visto en varias ocasiones a Silverio platicando con la señorita Lucero. Ella recargada en la pared enroscando un rizo entre sus dedos y el secretario de presidencia, frente a ella con la mano en la pared, sosteniendo su cuerpo y riendo. Coqueterías de los jóvenes.
Sí, ya sé. Es terrible. Bueno. Le traigo un trabajito. Mire, un descuido.
Silverio colocó sobre la mesa un saco gris de tweed manga larga tipo sastre, costadillo, cuello y solapa ancha. El frente llevaba botonadura en el centro para dos botones, pinzas de asentamiento a cada lado por encima de los bolsillos de tapa. Además, llevaba un bolsillo de ribete en el pecho al lado izquierdo.  La espalda llevaba costura en el centro con abertura en la parte inferior. Muy a la moda, pero de pretenciosa calidad. Todo el hombro derecho descosido, como de un tirón.
- ¿Y ahora, Silverio?, ¿Quién le jaló el saco?
- Fue un descuido de mi mujer.
- Pues vaya fuerza la de Mirella, tan delgadita que la ve uno llevándole el almuerzo a presidencia.
- Si. Bueno. Usted no la conoce. Es una fiera. ¿para cuándo lo puede tener listo?
- Para mañana mismo. No tengo mucho que hacer.
- Pues mañana paso Don Adolfo. Si me lo tiene temprano le pago doble. Hasta luego.
Inspiración es lo que faltaba en la sastrería. Eso era lo que había traído Silverio con el saco roto: Inspiración.
Era una certeza que Mirella, su mujer, no lo había desgarrado. Esa niña no tenía fuerzas ni para cargar con su vida, mucho menos iba a romper el saco en un arranque ¿de qué? Si era bien sabido que Silverio le propinaba palizas cuando ella remilgaba de sus múltiples conquistas. No. Eso había sido otra cosa, producto de una pelea inconfesable ya que había llevado a la mentira. El otro día, mientras recibía el pantalón del jefe de la policía, Adolfo escuchó cómo le decía a un ayudante que la difunta, con seguridad, había caído del puente al río y esto la había matado. No se había ahogado como se presumía por doquier.
Inspiración. Adrenalina. Mentiras no resueltas.
Adolfo acercó la manga a su rostro para poder oler el penetrante perfume acanelado de Lucero. Nadie sospechaba nada y el sastre ya sabía lo que había pasado esa tarde en el puente. La difunta había citado al secretario en las afueras para que nadie oyera su conversación pecaminosa. Ella comenzó a reclamarle que quería ser la única o iría a contar de su amorío a Mirella, o peor aún, a su propio padre, el mandamás de la serranía. Al escuchar estas palabras, movido por un silente odio, Silverio la empujó y ella pudo sostenerse de la manga del saco de tweed, pero este dio de sí y ella cayó cuarenta metros a las fauces líquidas del diablo.
Inspiración. Eso era todo lo que necesitaba. La Lucero había sido una niña de temple corrosivo y representó un peligro al bienestar del pueblo entero. Para decirlo de otro modo, lo merecía. Eso era lo que Adolfo necesitaba. Un medio para provocar caos en un pueblo que acostumbraba vestir de gala en los momentos de luto. Eso. Eso iba a hacer. Nadie tenía que enterarse.
El sastre sonreía ante la posibilidad de emprender nuevos retos a futuro y así, embriagado ante el poder y la esperanza, después de entregar el saco de tweed como si nada le hubiera pasado, corrió a la ciudad para abastecerse de hilo negro.
César Baqueiro

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