martes, 4 de julio de 2017

La neblina


“María: Me encuentro diminuto sentado en la orilla del pantano que se formó en la última taza de café que bebimos. En este páramo turbio y obscuro, contemplo los residuos de nuestras horas juntos y, al alzar la mirada, veo en las paredes blancas de porcelana tus labios pintados de rosa que juegan a ser mi Luna. Si de estas palabras no logró obtener un entendimiento contigo, entonces basta con que te diga que te extraño.”
Al terminar de redactar estas líneas me sentí en pausa. Llegué a acostumbrarme a escribir, como lo hacía tantas veces, sentado en esa lujosa habitación de hotel a la que ya me había adaptado sin saber muy bien cómo fue que llegué ahí. Me daba un poco de miedo que el aromatizante ambiental dentro de aquellas cuatro paredes me recordará de forma inusual su perfume. Como si un ridículo y perfeccionista hotelero hubiera investigado cómo provocar una tranquilidad inusitada. Frente al pequeño escritorio junto a la cama, un cuadro de Van Gogh de “La Noche Estrellada”, casualmente mi pintura favorita, que, si bien se yo que tendría de forma forzosa que ser una réplica, me recordaba el mismo movimiento hipnotizante de cuando vi la original en el MOMA. No sabía dónde estaba. Calculaba que llevaba un mes en ese lugar sin saber el motivo. No entendía muy bien la situación y ya me había adaptado. En algún momento creí que había sido secuestrado porque en muchas ocasiones había intentado abrir la puerta y no lo lograba. Tres veces al día sonaba una campanilla, se abría la puerta y daba paso a una hermosa mucama empujando un carrito que simplemente se limitaba a sonreír y acomodar los más exquisitos manjares en una mesa. Retiraba el florero con tulipanes blancos de la misma, realizaba una especie de reverencia y las únicas palabras que salían de su boca eran: -buen provecho estimado escritor, lo dejamos trabajando --. Recuerdo que el primer día que desperté en esa habitación, al verla entrar, le pregunté dónde estaba y simplemente puso un dedo frente a su sonrisa como si me invitara a callar. Si bien, esto puede sonar como algo desconcertante, nunca me había sentido tan tranquilo, tan protegido. Todos los días, por la tarde, la mucama del carrito sacaba también dos o tres novelas, papel y tinta. No podía pedir nada más, era una especie de encierro misterioso y perfecto. Así transcurrían los días hasta que me invadía la nostalgia y me ponía a escribir cartas a María. Por alguna extraña razón, no tenía ganas de salir del encierro, sólo tenía ganas de vivirlo junto a ella. Al terminar la última carta, sonó la campanilla y entró la mucama con el carrito. Dejó un sobre cerrado sobre la mesa y salió sin mencionar su usual comentario. En la carta decía:
-       Estimado escritor, se le invita a que acuda a las 15:30 a la estación de tren. Diríjase al andén 8. Espere a la persona que saldrá del vagón número 13. Esperamos que su estadía haya sido agradable. Vuelva pronto.
Nadie firmaba. Se abrió la puerta, tomé mis escritos, los puse en mi portafolio y salí. Recordé que entre las novelas que me habían dejado antes de dormir estaba “Niebla” de Unamuno y me tomé el atrevimiento de regresar y guardarla como souvenir de mi estadía. Crucé el pasillo del hotel, llegue al elevador y bajé al vestíbulo con el corazón palpitante ante la expectativa. No había nadie en la recepción, ni en la entrada. Parecía que el hotel había sido abandonado. Solo se escuchaba en el ambiente “Claro de Luna” de Debussy. Cuando salí, solamente observé un camino empedrado y pasto. La espesa neblina y el frío agradable daba la impresión de que me encontraba en una campiña europea. Caminé y caminé por el trazo de piedras hasta llegar a un bosque en donde me encontré con un señalamiento de continuar por 2 kilómetros vía recta a la estación de tren y así lo hice, poseído por una inquietud persistente y una curiosidad arrolladora.
La neblina se despejó y pude ver a lo lejos la estación de tren sin nombre, como de otra época, una más sencilla donde la gente se emocionaba al esperar la llegada de la locomotora. Los andenes vacíos de pronto se fueron llenando de personas desconcertadas con notas similares a la mía. Me rehusé a entablar conversación y preguntarles cómo es que había llegado y qué había sido de ellos en los últimos días; el gran reloj circular de la estación marcaba las 15:29 y no quería que por mi curiosidad me perdiera de la sorpresa que me depararía. No tenía miedo por la situación, sino por la tranquilidad que sentía y que me hacía pensar que quizá estaba bajo el influjo de un sedante o en un sueño extremadamente vívido.
A las 15:30 en punto, entre vapores y el ruido de las ruedas llegando a su destino, apareció un hermoso tren antiguo. Yo me encontraba en el octavo andén frente al número trece, con el portafolio en una mano, esperando a la persona que llegaría y haría menos espesa la niebla de los últimos días. Se abrió la puerta y fue entonces cuando la vi a ella. Mi María con su vestido de seda azul quien, al verme, se lanzó de un brinco a mis brazos y comenzó a besarme apasionada mientras caían sendas lagrimas por sus mejillas.
-       ¡Eres tú!, ¡Eres tú mi vida! No podía ser nadie sino tú.
-       Mi amor, no sabes cuánto te extrañé. – le dije con la voz entrecortada
-       Tu eres el que no sabe lo difícil para mí que fueron los últimos 32 años sin verte. ¡Tenías que ser tú! ¡Tenías que ser tú!
-       ¿32 años?
-       Sí, mi vida, ¿acaso no ves el paso del tiempo en mi rostro?
-       Ni un día, mi amor, ni un día.


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