Mientras observo el vaivén del martillo frente a mi cara,
con las gotas de sudor cayendo, intento hacerme de una fuerza de voluntad férrea,
una motivación y me repito a mi mismo como si fuera un mantra: son sólo unos
pequeños ajustes necesarios. Después del dolor viene la calma.
Me gustaría
decir que mi pesadilla comenzó apenas hace unos meses, cuando se descubrieron
las atrocidades de las que fuiste capaz; pero no. Me parece que el inicio de este
camino fragmentado lo marcó nuestro llanto al unísono, al nacer, hace treinta y
dos años. “Idénticos” parecía ser la palabra más repetida en nuestro andar por
la vida. Recuerdo que cuando niños, tú eras un poco más introvertido y yo
gozaba haciendo travesuras. Tú siempre tras un libro y yo metiéndonos en
problemas. Mi padre, incapaz de distinguir la diferencia entre tú y yo, al no
darse cuenta de que teníamos el mismo rostro, pero no las mismas necesidades,
tomaba el cinturón y nos tundía con la misma fuerza. Recuerdo tu rostro lleno
de lágrimas y enojo, gritándole un día a nuestro padre: ¡No es justo! ¡Yo no
hice nada!, para recibir como respuesta una absurda mueca, acompañada de la
expresión: “quién te manda ser igual a tu hermano”. Como si hubiéramos tenido
opción. Y luego, lo peor; cuando se te ocurría hablar de las injusticias de
nuestro padre con mamá. Ella, con su depresión post parto de la que nunca pudo
recuperarse, tenía la capacidad de respuesta de un peluche tirado en la cama. Sólo
lloraba. Esa era la única respuesta que tenía: llorar.
Con el tiempo,
deshilachaste la frágil tela que sostenía tu cordura y fuiste arrinconando la
sensibilidad que te caracterizaba para disfrazarla con la imagen que, hoy por
hoy, haces de ti mismo. En nuestra adolescencia, buscabas tu propia identidad y
experimentaste con distintos cortes y colores de pelo, subías y bajabas de
peso, te perforaste la ceja, te volviste miembro de tribus urbanas y adquiriste
distintas personalidades, hasta que un día, dejaste de experimentar y comenzaste
a vestir y peinar de la misma manera que yo. ¡Hasta la misma ropa llegaste a
comprar! Había momentos en los que andaba por la calle y no sabía si me estaba
reflejando en un aparador o eras tú el que caminaba al otro lado de la acera.
Incluso llegué a pensar que me seguías y te ocultabas con el afán de estudiar
cada uno de mis movimientos. Una corriente eléctrica recorría mi cuerpo por la
espalda con la idea de que esto fuera posible. Tu presencia me infundía miedo.
Entonces llegó la madrugada del 22 de junio de 2015. En las redes sociales se
convirtió en noticia viral que un loco entró a un Sanborns de 24 horas con una
metralleta y abrió fuego contra los comensales y personal de servicio. Entre
las víctimas, dos niños de once años, que, he de confesarte pienso que no
debían estar ahí a las tres de la mañana. Se puede observar en video al
asesino, saliendo de la cafetería con las manos en alto, sonriendo a la cámara.
Eras tú. Tu maldita sonrisa, mi maldita sonrisa. Tú.
La sonrisa del
video se viralizó y causó un furor insospechado. La gente se grabó en la mente
el rostro del psicópata. Se realizan distintos videos, memes, parodias. De tu
rostro. De mi rostro. El 12 de julio salí a la calle con una gorra y lentes
obscuros después de haber permanecido en silencio, escondiéndome de la gente
por días. Sabía que mi vida había cambiado en el instante en que se te ocurrió sonreír
a la cámara, pero no sabía hasta qué punto. Las personas me tenían miedo. Fui
golpeado varias veces en la calle. Me arrestaron varios policías que pensaron
te habías escapado. Tuve que dejar mi trabajo. Inés, la chica con la que salía,
me dijo que la situación la rebasaba y dejó de verme. Lo echaste todo a perder
y sé que lo hiciste con toda la intención. Ahora solo quiero preguntar, por
qué.
El primer golpe
con el martillo me fracturó la nariz y el pómulo. Dolió, pero no tanto como el
segundo golpe, en la quijada, que me dejó inconsciente. Cuando desperté estaba
en el hospital. Al parecer los gritos que solté cuando me di el primer golpe,
llamaron la atención de los empleados del motel en el que me hospedaba.
Necesitaba recuperarme. Llamaron al servicio de psiquiatría del hospital para
que les diera razón de mi infame acto. El doctor, al escuchar mi historia, sólo
me dio unos tranquilizantes y me tomó del hombro, como si entendiera. Como si
entendiera que tenía que deformar mi rostro para recuperar la vida que tú
quisiste quitarme. ¿Fueron los cinturonazos?, ¿fueron los gritos de nuestro
padre?, ¿fue la falta de atención de nuestra madre? O simplemente fue el hecho
de que por más que lo intentaras jamás podrías dejar de reflejar el rostro que
más odiabas en la vida. Ya no me interesa. Te dieron suficientes años de cárcel
como para morir tres veces.
Yo vivo ahora en otro país, con la cabeza rapada, la
nariz aguileña, la barba crecida y el ojo derecho medio caído. Un día llegó un
periodista que estaba haciendo una investigación sobre tu vida. ¿Cómo llegó a mí?,
no lo sé. Lo mandé al diablo, pero me dio un dato que no me deja descansar
desde entonces. Me preguntó si sabía que los niños de once años que murieron
aquella noche, eran gemelos idénticos.