No recuerdo el
momento en el que verme al espejo por las mañanas se ha convertido en un acto
de fe y valentía. Por las noches duermo con un pijama cómodo y gastado y me lo
quito con ansiedad al saber que me encontraré mi reflejo escasos segundos antes
de entrar a la regadera: bolsas bajo los ojos como hamacas que cargan a cuestas
mi fatiga crónica; unas ramificaciones salientes y colgantes de la nariz que mi
esposa pide que recorte cada tanto. La melena castaña, que me significaba
briosidad y rebeldía, que bailaba con el viento y se aclimataba a lo que fuera,
ahora encanecida y delgada, corta y escasa, muestra mi sesera a trasluz,
anunciando la caída del imperio de la juventud. ¿Acaso tengo menos arrugas que
ayer? No, no es eso. Necesito mis gafas; sin ellas, se desdibuja lo que veo
tras los vidrios empañados en los que se han convertido mis ojos. Ya se ven con
claridad los arañazos del tiempo en mi rostro, agrietándose a voluntad. La
papada de la que tanto me quejaba, ahora es un colguijo de piel mal rasurada.
Voltear al sur, si acaso, lo empeora todo. Ahora poseo un par de tetas mas
grandes y caídas que las de mi mujer. Parece que alguien, de broma, me pegó una
triste bola de vellos blancos como guata en el pecho y me salpicó con una
brocha lunares por doquier; repito, como si se tratara de un asunto risible. Ir
más al sur ya es permanencia voluntaria; es regodearse en el sufrimiento o
desear corroborar que lo que un día fue el David de Miguel Ángel, hoy son los
relojes derretidos de Dalí.
Me dirijo, como todos los días, al
antecomedor, recojo el periódico y me siento a esperar el desayuno, que ahora, es
casi lo mismo todos los días, después de que al imbécil de mi cardiólogo se le
ocurriera inferir que tengo hipertensión y que sería una buena idea bajarle a
las grasas; entonces a la mierda la mantequilla y bienvenidos los ejotes con
huevo. Extraño esos días en los que partía el pan tostado y le untaba mantequilla
y mermelada. Mechas se acercaba y se ponía en dos patas hasta que le convidaba
una porción de pan a escondidas de mi mujer. Ahora ni mantequilla, ni
mermelada, ni pan, ni Mechas. Recuerdo cuando lo llevamos a dormir y el
veterinario nos dijo que no estuviéramos tristes, que había vivido una vida
completa y se moría a la avanzada edad de quince años. A veces pienso que los
perros existen para restregarnos en la cara que es posible ser felices en poco
tiempo, vivir plácidamente y olisquear de cuando en cuando un culito.
Ya viene la patrona
con el desayuno. Ella perdió, con la edad, la cintura, la gravedad y la
paciencia, pero encontró la belleza de la sabiduría y la ternura. Se queja
mucho más que yo del paso del tiempo. Creo que hemos invertido la mitad de
nuestro patrimonio en cremas y remedios (yo la veo igual que siempre); pero
ella se ve muy interesante, su mirada brilla, su sonrisa me reconforta, y
aunque desde hace mucho no me deja tocarla, cuando veo su espalda desnuda, me
siento el muchachito que un día la cortejó.
Leo en el periódico un ensayo que habla de
lo que hemos perdido merced al gobierno. Desde que uso lentes para la vista
cansada, desde que mi cadera cruje como cuando se pisan hojas de los árboles en
el otoño, pero sobre todo desde que tengo tiempo para leer el periódico por las
mañanas, y los niños tienen a sus niños, y sólo los veo de vez en cuando; desde
entonces creo que perdí la capacidad para sentir empatía por el mundo de hoy.
Ahora entiendo por qué mi abuela vivía de la nostalgia; es como si con el
tiempo hubiera perdido las ganas de correr, en parte por la falta de energía y
en parte por la resolución de que nada realmente importa. Nada. Con los años me
las doy de existencialista y al mismo tiempo me provoca escalofrío acercarme a
la caricia de la huesuda. Soy el mismo chavito ignorante, pretencioso y
caguengue que fui a los quince, a los veinte y a los cuarenta y cinco. La
diferencia es que ahora lo sé.
Cuando uno pierde y pierde, es también
porque uno ha ganado y ganado.
Mi esposa me besa en
la frente, genera un confort inesperado verla sonreír y llevar mi plato a la
cocina. Hoy que me hago más consiente de todo lo que tengo a mi alrededor,
percibo una retumbe en el pecho y una corredera irritante de hormigas en el
brazo izquierdo. Ya sé qué viene de lleno. Estoy viendo de frente lo último que
pierdo. Una lágrima rueda por mi mejilla y trato de agarrarme el corazón para
que se aferre un instante al menos, que me deje ver su sonrisa de nuevo. Que me
deje ver su sonrisa de nuevo.