martes, 30 de julio de 2019

Contexto


–¿Me pasas la sal?

–Te vas a la mierda, Arturo.
–¿Qué te pasa?
–Me pasa que te vas hoy mismo. No quiero verte aquí después de las 5, a esa hora llegan los hijos de Lore y no quiero llorar. Prefiero darles de comer y todo con tranquilidad.
–¡Estás loca!, yo no me voy a ir a...
–Te vas a casa de Mawi, que te va a recibir muy bien.
–Andrea, creo que todo está fuera de contexto, déjame explicarte…
–Yo luego te pongo en contexto Arturo, ya vete. Te quise mucho.

Querido Arturo:
Sé que te estoy saludado con un “querido” pero es por costumbre; hoy siento que te quiero menos que ayer y eso hace que me valore más a mí misma. El otro día que te fuiste de casa me dijiste que todo estaba fuera de contexto y creo que, por lo menos, después de 22 años, mereces saber por qué ya no quiero que formes parte de mi vida.
¿Te acuerdas de la mujer que era cuando nos conocimos? Una chica de familia, de risa fácil y nerviosa, regordeta, insegura y tierna. Ya tenía veintisiete y para ese momento, en casa traían al San Antonio de cabeza. Mi padre incluso puso a mi nombre algunos terrenos porque pensaba que iba a terminar sola. Mis hermanos me invitaban a cuanto evento se les ocurría para ver si en una de esas, podían sacar a la Andy gordita de su soltería. Cada vez que miro ese tiempo, la veo con más cariño. Supongo son los efectos de la terapia. Ah, creo que no te conté: estoy yendo a terapia. En fin. El día de la fiesta del pueblo, le tocaba a mi padre ser el padrino de la virgen y sacamos la casa por la ventana ¿te acuerdas? Tú estabas haciendo tu servicio social en Cordiales, mi tierra. Te veías tan guapo, con tu traje gris barato y tus zapatitos rotos. Todas las mujeres en Cordiales, solteras y casadas, querían acercarse a ti y tu ridículo bigotito. Supongo que, porque te veían futuro como médico, o también por tus ojos azules. La gente bailaba y yo tenía que cuidar la mesa de la comida, que no faltara nada. “Pero qué buenas están las albóndigas” dijiste, con la boca llena, a mi lado. Te agradecí el cumplido y tú, al parecer, no sabías que yo había hecho la comida para la fiesta. –¿No le falta sal, doctor?, pregunté con la timidez que me cargaba. –No le falta nada. Está perfecta así tal cual., me dijiste. ¿Te acuerdas?, y yo lo tomé como si me lo hubieras dicho a mí, como si fueras el primer hombre que me veía perfecta, así tal cual. Debí haber sabido que te referías a la comida, entonces no te hubiera invitado a cenar a la casa todas las noches después de esa hasta que te animaste a pedir mi mano. Nos casamos y cuando te preparé la primera comida, que creo que fue lomo a las hierbas, te pregunté si le faltaba sal; me contestaste que no le faltaba nada. Yo me sentía divina. Era hambre lo que tenías, yo pensaba que te referías a mí. Me embarazaste cinco veces, se dieron cuatro, con todo y que la gente decía que yo ya estaba añosa. Me cuidaste, estuviste a mi lado, eso te lo agradezco un montón. Yo era feliz, porque aparte no sabía siquiera que existían los orgasmos. ¿Sabes cuándo me enteré?, cuando tu hija, la Lore, me lo explicó años más tarde. Ella me tiene mucha paciencia, fue ella también la que me explicó cómo funcionan los mensajes y el Facebook y esas cosas en el celular. Desde hace tres años, andas muy raro. Muy distante. Cambiaste el beso de piquito por uno en la frente, como lo hacías con tu madre. Una noche llegaste muy tarde, después de un largo día en la oficina. Olías a alcohol, humo de cigarro y un toque a madera dulce. Ese último aroma me llamó la atención. Pensaba que tenías una amante. La vecina huele a vainilla y tu secretaria a lavanda. Ese olor a madera no lo reconocí de ningún lado. Me tenías toda ansiosa, irreconocible. Yo podía con la idea de que tuvieras una amante, pero ese olor a madera…
A los pocos días, por la noche, saliste al patio a fumar un cigarrillo y a leer. Siempre dejas tu celular en la mesita de noche. Me da mucha pena confesártelo Arturo pero lo tomé y lo revisé. Me metí a tus redes sociales, a tus correos y mensajes. Nada que llamara mi atención hasta que llegué a una carpetita en la mensajería con el nombre: Mawi. Leí todos los textos amorosos y la capacidad que tienes de decir estupideces que se leen con cariño. Pensé: ¡Vaya zorra esa Mawi! Que se queda de ver con mi marido en moteles baratos por la colonia Roma. Pero seguro ya sabes que pasó después Arturo. Llegué a las imágenes y descubrí que Mawi era de cariño a Mauricio y que por eso olía a madera. Esa noche te inventé que tenía que ir a casa de mi hermano a cuidarlo por el cáncer, pero mas bien él me acarició la cabeza mientras yo lloraba en su regazo hasta que me quedé dormida. Me volví homofóbica de golpe, y sabes que a mí eso no me gusta porque creo que la gente puede estar con quien quiera si no hacen daño a nadie. Conseguí un número para ir a terapia. La doctora me dijo que tenía que hacerme unos análisis, que no hubiera ya pescado algo. Papiloma. No me fue tan mal, dicen que ya lo tenemos todas. Me aguanté todo y por un buen rato, pero ese día en la comida me dijiste que te pasara la sal. Que les faltaba sal a mis albóndigas. Y eso ya no me pareció. Eso ya no Arturo. Te quise mucho, pero ya va siendo hora de que deje de confundir el hambre con el amor.         
                                                                Atentamente,              Andrea Arenzabala

viernes, 28 de junio de 2019

Unos pequeños ajustes


Mientras observo el vaivén del martillo frente a mi cara, con las gotas de sudor cayendo, intento hacerme de una fuerza de voluntad férrea, una motivación y me repito a mi mismo como si fuera un mantra: son sólo unos pequeños ajustes necesarios. Después del dolor viene la calma.
   Me gustaría decir que mi pesadilla comenzó apenas hace unos meses, cuando se descubrieron las atrocidades de las que fuiste capaz; pero no. Me parece que el inicio de este camino fragmentado lo marcó nuestro llanto al unísono, al nacer, hace treinta y dos años. “Idénticos” parecía ser la palabra más repetida en nuestro andar por la vida. Recuerdo que cuando niños, tú eras un poco más introvertido y yo gozaba haciendo travesuras. Tú siempre tras un libro y yo metiéndonos en problemas. Mi padre, incapaz de distinguir la diferencia entre tú y yo, al no darse cuenta de que teníamos el mismo rostro, pero no las mismas necesidades, tomaba el cinturón y nos tundía con la misma fuerza. Recuerdo tu rostro lleno de lágrimas y enojo, gritándole un día a nuestro padre: ¡No es justo! ¡Yo no hice nada!, para recibir como respuesta una absurda mueca, acompañada de la expresión: “quién te manda ser igual a tu hermano”. Como si hubiéramos tenido opción. Y luego, lo peor; cuando se te ocurría hablar de las injusticias de nuestro padre con mamá. Ella, con su depresión post parto de la que nunca pudo recuperarse, tenía la capacidad de respuesta de un peluche tirado en la cama. Sólo lloraba. Esa era la única respuesta que tenía: llorar.
  Con el tiempo, deshilachaste la frágil tela que sostenía tu cordura y fuiste arrinconando la sensibilidad que te caracterizaba para disfrazarla con la imagen que, hoy por hoy, haces de ti mismo. En nuestra adolescencia, buscabas tu propia identidad y experimentaste con distintos cortes y colores de pelo, subías y bajabas de peso, te perforaste la ceja, te volviste miembro de tribus urbanas y adquiriste distintas personalidades, hasta que un día, dejaste de experimentar y comenzaste a vestir y peinar de la misma manera que yo. ¡Hasta la misma ropa llegaste a comprar! Había momentos en los que andaba por la calle y no sabía si me estaba reflejando en un aparador o eras tú el que caminaba al otro lado de la acera. Incluso llegué a pensar que me seguías y te ocultabas con el afán de estudiar cada uno de mis movimientos. Una corriente eléctrica recorría mi cuerpo por la espalda con la idea de que esto fuera posible. Tu presencia me infundía miedo. Entonces llegó la madrugada del 22 de junio de 2015. En las redes sociales se convirtió en noticia viral que un loco entró a un Sanborns de 24 horas con una metralleta y abrió fuego contra los comensales y personal de servicio. Entre las víctimas, dos niños de once años, que, he de confesarte pienso que no debían estar ahí a las tres de la mañana. Se puede observar en video al asesino, saliendo de la cafetería con las manos en alto, sonriendo a la cámara. Eras tú. Tu maldita sonrisa, mi maldita sonrisa. Tú.
  La sonrisa del video se viralizó y causó un furor insospechado. La gente se grabó en la mente el rostro del psicópata. Se realizan distintos videos, memes, parodias. De tu rostro. De mi rostro. El 12 de julio salí a la calle con una gorra y lentes obscuros después de haber permanecido en silencio, escondiéndome de la gente por días. Sabía que mi vida había cambiado en el instante en que se te ocurrió sonreír a la cámara, pero no sabía hasta qué punto. Las personas me tenían miedo. Fui golpeado varias veces en la calle. Me arrestaron varios policías que pensaron te habías escapado. Tuve que dejar mi trabajo. Inés, la chica con la que salía, me dijo que la situación la rebasaba y dejó de verme. Lo echaste todo a perder y sé que lo hiciste con toda la intención. Ahora solo quiero preguntar, por qué.
  El primer golpe con el martillo me fracturó la nariz y el pómulo. Dolió, pero no tanto como el segundo golpe, en la quijada, que me dejó inconsciente. Cuando desperté estaba en el hospital. Al parecer los gritos que solté cuando me di el primer golpe, llamaron la atención de los empleados del motel en el que me hospedaba. Necesitaba recuperarme. Llamaron al servicio de psiquiatría del hospital para que les diera razón de mi infame acto. El doctor, al escuchar mi historia, sólo me dio unos tranquilizantes y me tomó del hombro, como si entendiera. Como si entendiera que tenía que deformar mi rostro para recuperar la vida que tú quisiste quitarme. ¿Fueron los cinturonazos?, ¿fueron los gritos de nuestro padre?, ¿fue la falta de atención de nuestra madre? O simplemente fue el hecho de que por más que lo intentaras jamás podrías dejar de reflejar el rostro que más odiabas en la vida. Ya no me interesa. Te dieron suficientes años de cárcel como para morir tres veces.
Yo vivo ahora en otro país, con la cabeza rapada, la nariz aguileña, la barba crecida y el ojo derecho medio caído. Un día llegó un periodista que estaba haciendo una investigación sobre tu vida. ¿Cómo llegó a mí?, no lo sé. Lo mandé al diablo, pero me dio un dato que no me deja descansar desde entonces. Me preguntó si sabía que los niños de once años que murieron aquella noche, eran gemelos idénticos.