–¿Te conté de la vez que encontré a mi madre muerta en la cocina? – me
dijo, con una naturalidad espectral que removió espacios inusuales en mi cabeza
para no caer en la conmoción. Permanecí callado por lo que pareció una
eternidad. Quizá fueron dos respiraciones sonoras, dos movimientos leves al
volante, otros tres del limpiaparabrisas. –No Carmen, nunca me habías dicho. –
–Somos un cliché tu y yo. Tú
manejas el coche, nervioso, completamente absorto en tus pensamientos, siempre
haciendo lo correcto. Yo trato de hacer plática para no enloquecer en el
silencio. Es como si gritara para evitar llorar, para evitar abrir la puerta
con el auto en movimiento. Te sigo la corriente con la esperanza de que no me
dejes en el trabajo y que te sigas derecho hasta el amanecer y me hagas el amor
en un motel barato. –
–¿Por qué cambias de tema Carmen? –
–Porque no quiero contarte lo de mi madre y al mismo tiempo quisiera
sacarlo para que entendieras por qué estoy tan rota, por qué me quiero tan poco
que te sigo la corriente y te deseo a pesar de ser casado; a pesar de saberme
loca.
–Quiero que me lo cuentes. Aquí el único roto soy yo. Tú piensas que me
muevo con templanza y que preferiría llevarte a tu trabajo en vez de
abandonarlo todo y manejar hasta ese motel barato, pero creo que no tienes idea
de cómo me sudan las manos tras el volante, me duelen las piernas y quisiera
llorar. Quiero saber de tu pasado para entender la tristeza de tus ojos y no
atribuirla a mis malas decisiones. – limpié mi rostro con la manga de la
sudadera. Ella no volteó a verme. Todo el tiempo con la cabeza recargada en el
vidrio, jugando a hacer figuras en el vaho tras la lluvia.
–Yo tenía seis años. Era sábado. Lo sé porque era el día que podía
escoger la ropa que usaría. Entre semana llevaba el uniforme y los domingos me
ponían un ridículo conjunto blanco para ir a la iglesia. Los sábados yo me
vestía de princesa, en una suerte de tul rosa brilloso y hombreras amponas. Después
de haberlo pedido hasta el cansancio, mi madre le pidió a los tíos de Houston
que me lo compraran para festejar mi cumpleaños y yo nunca me sentí más feliz
que en ese instante. Estaba en mi cuarto, peinando a una muñeca como suelen
peinar las niñas de seis años, alborotando en vez de resolver. Oía la música
proveniente de la consola en el pasillo que reproducía un vinilo de Enrique
Guzmán. Quién puso el rang en el
rame-rame ding-dang –sonrió mientras tarareaba la canción y secaba una
lágrima discreta de su mejilla. –La música paró y yo ya sabía cómo funcionaba
el aparato. Así que tiré a la muñeca y caminé al pasillo. Percibí un silencio inusual,
extraño. Supongo que así es como se escucha el abandono. Caminé a la cocina,
buscando a mi mamá. Parecía que no había nadie tras la mesa y mi corazón
comenzó a palpitar mucho más fuerte. Quería seguir la lógica y buscarla en su
cuarto, pero no pude. La sentía cerca, podía oler su perfume de mandarina y
canela. Di dos pasos más y vi su mano con la palma abierta, como en la escena
de Blanca Nieves, donde deja caer la manzana envenenada. Corrí hacia ella y ahí
estaba. Blanca. Aún tibia. Con la boca abierta. A veces pienso que, si no
hubiera estado escuchando el puto disco, la hubiera oído caer al suelo. En fin,
¿cómo podía haberla ayudado? Yo en ese momento no era más que una princesa de
seis años.
–¿De qué murió?
–No sé. Su hermana me dijo que de un infarto. Yo sigo creyendo que la
mataron.
–¿Quién pudo haber hecho tal cosa?
–Cualquiera. De mi madre saqué lo provocativa, los cascos ligeros, la
belleza tradicional y las ganas irrefrenables de buscar problemas. Mi padre la
odiaba, los vecinos la deseaban y el amante en turno era un bueno para nada.
Bonita educación primaria recibí yo. Mis invaluables primeros recuerdos. En fin
Luis, ahora lo sabes. Te acabo de contar del día en que dejé de ser una
princesa. La primera justificación de por qué treinta años después soy una
mierda sin conciencia. Ahora cuéntame tú.
–¿Qué quieres que te cuente?
–¿En qué momento empezó la fractura que te hizo tomar tan malas decisiones?
–No lo sé.
–No, no es que no lo sepas. Es que estas convencido de que no hay tal
fractura en tí. Todo es obra del destino. Un día saliste al bar de la esquina y
al día siguiente me tenías empinada en el escritorio de tu oficina.
–Es posible que tú seas la fractura en mi historial.
–Chinga tu madre.
–¡No sé qué quieres que te diga! Deja la manija que vamos a 90, te
puedes morir.
–Pues no estaría mal. Bañemos de drama tu puta fractura.
–Lo estas tomando de la peor forma. Yo me refiero a que antes de verte
en el bar, jamás pasé por un momento de tanto cambio. Si alguien hubiera
querido escribir mi biografía, se habría aburrido. Mis padres siguen vivos,
incluso mis abuelos. Mi familia es muy unida, fui a colegios de paga, salíamos
de vacaciones dos veces al año a diferentes partes del mundo…
–No Luis. Quiero que me digas cuál fue tu tul rosa.
–No hubo tal. De hecho, para ser honestos, tampoco entiendo por qué tu
madre te compró un vestido.
–Porque a diferencia de ti, ella me quería tal y como era. Es por eso
que ahora me respeto un poco más. A pesar de estar loca, a pesar de estar rota,
me acepto.
–Sabes que no es tan fácil Carmen. Yo no soy…
–No, tú no eres. Tu deseaste a una mujer. Rota. Loca.
–Si, pero estoy casado.
–¿Es eso? ¿estar casado? ¿o el roce de nuestros sexos a obscuras?
–Es eso, es estar casado…todo.
Llegamos al bar. Puse las intermitentes para señalar que iba a estacionarme,
pero ella me dijo que no había necesidad y abrió la puerta. –Te dije que éramos
un cliché. Me equivoqué. Tú eres un cliché. Yo soy una princesa. – me dijo
mientras salía a que la lluvia la limpiara de mí, para siempre.